22.2.12

El huraño genial

J.D. Salinger hizo de su aversión al público un mito, el del escritor que odia el mundo, y de su novela 'El guardián entre el centeno' un monumento literario a la rebelión adolescente. Fueron primero los jóvenes quienes se sintieron identificados con la voz ingenua y a la vez pícara de Holden Caulfield, el protagonista de la obra, y los que lo auparon a la cima del éxito. Salinger no lo aguantó y se volvió violento con todos y en especial con los paparazzi que intentaban violar su intimidad. El escritor estadounidense murió ayer a los 91 años y hasta su muerte nadie entre los vivos podía competir con él en trascendencia literaria.

Todavía se venden 250.000 ejemplares anuales de 'El guardián entre el centeno', una obra de las que no se olvidan, centrada en la vida de un chico de 17 años en Nueva York después de que le echaran de un colegio de élite. La historia ha marcado a escritores tan dispares como Philip Roth, John Updike y Haruki Murakami, y cineastas de la altura de Billy Wilder y Steven Spielberg la quisieron llevar al cine, algo a lo que él, como era de esperar, se negó rotundamente. «Mi adolescencia fue muy parecida a la del chico que aparece en el libro. Contárselo a la gente fue una gran liberación», confesó en una de sus raras entrevistas.

Aparte de este libro, publicado en 1951, Salinger escribió 'Nueve historias', una colección de cuentos que puso todo el peso literario en las emociones de los personajes, en vez de en el argumento, además de 'Franny y Zooey', y las novelas cortas agrupadas en 'Levantad, carpinteros, la viga del tejado' y 'Seymour: una introducción'.

Pureza y vómitos
Nacido en Nueva York en 1919, empezó a escribir cuando estaba en el instituto y publicó sus primeros cuentos a principios de los años cuarenta, antes de servir en el Ejército estadounidense que combatió en la Segunda Guerra Mundial. De ascendencia judía, Salinger estuvo en Alemania, fue testigo del proceso de 'desnazificación' y se casó con una alemana, Sylvia Welter, con la que sólo duró ocho meses. De joven buscó la notoriedad, alardeó de su talento entre sus compañeros universitarios y se dedicó a buscar padrinos, como su profesor de escritura creativa en la universidad de Columbia, Whit Burnett.

Pero una vez que logró la fama, su actitud cambió por completo, influido en parte por su carácter y también por el retiro recomendado por el budismo zen, cuyas enseñanzas siguió hasta abrazar una rama del hinduismo con su mujer, Claire Douglas. El escritor pidió a sus editores que quitaran su foto de la solapa de 'El guardián entre el centeno, ordenó a su agente que quemara todas las cartas que le llegaran de los admiradores y en 1953 abandonó su piso de la calle 53 Este de Manhattan y compró una casa de campo en New Hampshire, la misma en la que murió ayer. El mito del escritor celoso de su intimidad hasta la paranoia comenzaba a germinar.
Su hija Margaret escribió una autobiografía en la que acusaba a su padre de haber alejado a su mujer de sus familiares y amigos hasta convertirla en una prisionera dentro de su propia casa. La esposa de Salinger no aguantó la presión y acabó separándose de él en 1964. En cualquier caso, el testimonio más escalofriante de lo que supuso vivir con él lo aportó Joyce Maynard, que conoció al escritor cuando él tenía 53 años y ella 18 y era una estudiante universitaria.
«Salinger sentía desprecio por todo: escritores, críticos, cine, personas...», escribió Maynard en 'Mi verdad', un libro que publicó hace unos cinco años. «Estaba obsesionado con la alimentación sana y limitaba sus comidas a pan integral, carne picada de cordero, cocinada en el horno a 65 grados, y frutas. Si salíamos a comer pizza o cualquier comida normal, se provocaba el vómito. Me enseñó cómo hacerlo y yo lo hacía con él».

El maestro del diálogo
Salinger seguía escribiendo todas las mañanas por el simple placer de hacerlo, ya que no publicaba, y la sola presencia de la gente seguía molestándole. Cuando compró su casa en New Hampshire no calculó el impacto que podría tener una universidad cercana, el Darmouth College. Pronto pudo comprobarlo, cuando los estudiantes empezaron a formar grupos para acercarse e intentar verle, lo que acrecentó su deseo de hacerse invisible.

El alcance literario de Salinger es inmenso. Sus maestros y editores enseguida comprendieron que lo que tenían delante era uno de los pocos genios que suele dar un siglo. Su intensa rebeldía interior se trasladó a sus personajes, buena parte de ellos adolescentes, de los que intentaba recoger su modo de hablar y su manera rotunda y clara de enjuiciar el mundo y proyectarlo como un teatro de pasiones y aversiones.
Su dominio de los diálogos y de los monólogos -de las voces- fue magistral ,y él lo supo y lo explotó con técnicas novedosas como largas conversaciones de teléfono. Fue tan alto el listón que se puso con 'El guardián entre el centeno' que sus obras siguientes parecieron de algún modo menores, algo que no pasó desapercibido para los críticos, y que seguramente acrecentó su misantropía. No obstante, es la última etapa de Salinger, la más experimental, la que ahora está siendo reconsiderada y reivindicada.
En la contracubierta de la edición inglesa de 'Franny y Zooey', el Salinger huraño confesaba: «Me parece bastante subversivo que el sentimiento de anonimato-oscuridad es uno de los sentimientos de más valor que pueda tener un escritor. Mi esposa me ha pedido que agregase, en un singular arrebato de candidez, que vivo en Wesport con mi perro».

15.2.12

Clarice Lispector

Pues sí.

Cuyo padre era amante, con un alfiler de corbata, amante de la mujer del médico que había tratado a su hija, quiero decir, de la hija del amante, y todos lo sabían, y la mujer del médico colgaba una toalla blanca de la ventana, que quería decir que el amante podría entrar, o una toalla de color, y él no entraba.

Pero me estoy confundiendo toda y el caso es muy complicado; voy a ver si puedo desentrañarlo. Algunas cosas son inventadas. Pido disculpas porque además de contar los hechos yo también adivino y escribo lo que adivino. Yo adivino la realidad. Pero esta historia no es de mi cosecha. Es de la zafra de quien puede más que yo.

Pues la hija tuvo gangrena en la pierna y tuvieron que amputarla. Jandira tenía diecisiete años, era fogosa como un potro joven y de cabellos hermosos; tenía novio. Pero el novio vio la figura con muletas, muy alegre (alegría que él no vio que era patética), y tuvo la osadía de simplemente deshacer el noviazgo, que novia desfigurada no quería. Todos, hasta la sufrida madre de la muchacha, le imploraron al novio que fingiera amarla todavía, lo que no sería tan penoso —le dijeron— porque era a corto plazo: es que la novia tenía corto plazo de vida.

Y después de tres meses —como si cumpliera la promesa de no pesar en los débiles ideales del novio—, después de tres meses murió, linda, con los cabellos hermosos, inconsolable, con nostalgias del novio, y asustada con la muerte como niña que tiene miedo de la oscuridad: la muerte es muy oscura. O tal vez no, no sé cómo es, todavía no morí, y cuando haya muerto no lo sabré, quién sabe si es tan oscura. La muerte, quiero decir.

El novio era llamado por el apellido, Bastos, y al parecer vivía, todavía en tiempos en que la novia no había muerto, vivía con una mujer. Y con ésta continúo, para seguir contando.

Bien. Esa mujer un día tuvo celos. Y... —tan perfecta como Nelson Rodrigues, que no olvida los detalles crueles. Pero, ¿dónde estaba yo, que me perdí? Voy a empezar todo de nuevo, y en otra línea y párrafo aparte, para hacerlo mejor.

Bien. La mujer tuvo celos y mientras Bastos dormía deslizó agua hirviendo del pico de la caldera dentro del oído de él, que sólo tuvo tiempo de dar un grito antes de desmayarse, grito ése que podemos adivinar, por lo horrible. Bastos fue llevado al hospital y permaneció entre la vida y la muerte, ésta en lucha feroz con aquélla.

La mujer celosa cumplió un año y poco más de condena. De donde salió para encontrarse —¡adivinen con quién!—, para encontrarse con Bastos. A esa altura, un Bastos muy venido a menos y, claro, sordo para siempre, él, que no perdonaba los defectos físicos.

¿Y qué sucedió? Pues que volvieron a vivir juntos, amor para siempre.

Entretanto la muchachita de diecisiete años había muerto hacía mucho tiempo, dejando recuerdos en la madre. Y si me acuerdo fuera de hora de la joven es por el amor que siento.

Ahí es cuando entra el padre de ella, como quien no quiere la cosa. Continuó siendo amante de la mujer del médico que había tratado a su hija con devoción. Hija, quiero decir, del amante. Y todos lo sabían, el médico y la madre de la ex novia. Me parece que me perdí de nuevo, está confuso, pero ¿qué puedo hacer?

El médico, que sabía que el padre de la joven era el amante de su mujer, cuidó mucho de la noviecita asustada con la oscuridad de la que hablé. La mujer del padre, por tanto madre de la ex novia, conocía las elegancias adulterinas del marido que usaba reloj de oro y un anillo que era una joya, alfiler de corbata de brillante; era un negociante próspero, como se dice, pues la gente respeta y halaga largamente a los ricos, a los triunfadores, ¿no es cierto? Él, el padre de la joven, vestido con traje verde y camisa color rosa, a rayas. ¿Cómo lo sé? Simplemente sabiéndolo, con la adivinación imaginadora. Lo sé, y punto.

No me puedo olvidar de un detalle. Es el siguiente: el amante tenía en el frente un dientecito de oro. Y olía a ajo, todo su aliento era puro ajo, y a la amante no le importaba, quería tener amante, con o sin olor a comida. ¿Cómo lo sé? Lo sé, y punto.

No sé qué destino tuvo esta gente, no tengo más noticias. ¿Se separaron? Pues es historia antigua, y quizás ya ocurrieron muertes.

Agrego un dato importante, y que, no sé por qué, explica el nacimiento maldito de toda la historia: esto ocurrió en Niteroi, con las tablas del muelle siempre húmedas y oscuras y sus barcas de vaivén. Niteroi es un lugar misterioso, de casas viejas, ennegrecidas. ¿Allí puede suceder lo del agua hirviendo en el oído del amante? No lo sé.

¿Y qué hacer con esta historia? Tampoco lo sé, la doy de regalo a quien la quiera, pues estoy harta de ella. A veces me aburro de la gente. Después pasa, y otra vez me siento curiosa y atenta.

Es sólo eso.


En Silencio
Traducción de Cristina Peri Rossi

13.2.12

Verano - Ricardo Güiraldes

Buenos Aires. Calle Santa Fe en el 900. Diciembre.
La casa abierta, respirando de noche,
todo apagado dentro.
Cielo, implacablemente estrellado, cuyo azul
de zafiro australiano se aleja,
por obra del aturdimiento luminoso que mandan
a los ojos los focos eléctricos.
De tiempo en tiempo, coches pasan,
en rectilíneos destinos.
En la acera de enfrente, una madre aparea
la obesidad de su flácido descanso
a las epidérmicas lasitudes de su hija,
que corre mano distraída sobre su muslo,
apenas suavizado por un batón rosa.
El reflejo de los focos se aplasta,
extendido contra el asfalto.
Caballito, caballito que llevas el fiacre vacío,
pareces un cuento,
infantil,
de madera.

4.2.12

Sobre el mojado camino


Sobre el mojado camino en el que las muchachas con sus cántaros van y vienen,
cortado en gradas en la roca,
colgaban como cabelleras o como culebras
las lianas de los árboles.
Y una especie de superstición flotaba en todas partes.
Y abajo:
la laguna de color de limón,
pulida como jade.
Subían los gritos del agua
y el ruido de los cuerpos de color de barro contra el agua.
Una especie de superstición...
Las muchachas iban y venían con sus cántaros
cantando un antigua canto de amor.
Las que subían iban rectas como estatuas,
bajo sus frescas áncoras rojas con dibujos
los cuerpos frescos de figura de ánfora.
Y las que bajaban
iban saltando y corriendo como ciervas
y en el viento se abrían sus faldas como flores.

Ernesto Cardenal