27.4.13

Claudia Ainchil - Acróbatas




Las rodillas le molestaban
el desborde de los pasos faltantes
ocasionaba sobresaltos imaginarios
tantos lenguajes en embarcaderos poco usados
por el abrazo de su pies..
Primero creyó que era una broma
el discurso insomne de un paraíso simbólico
el aliento como aguardiente ejecutando catálogos
de vida, sobrevida
kilómetros de jazmín silvestre, semblantes de aguas
dijo, nunca se cruza dos veces el mismo río…
lo repitió para convencerse
igual titubeo…
desoyendo las leyes inmediatas de lo que debe hacerse
se inundó de alegría repentina
tomo las láminas que sostenían la armadura de escamas
y lentamente se despojo de equipajes paradójicos
que paralizaban el vuelo..
paso a ser equilibrista, contorsionista
ya no necesitaba el espacio telúrico de sus rodillas
somos acróbatas me dijo
somos, le contesté.

17.4.13

La Nausea Jean Paul Sartre ( fragmentos )

La palabra Absurdo nace ahora de mi pluma; hace un rato, en el jardín, no la encontré, pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin palabras, en las cosas, con las cosas. Lo absurdo no era una idea en mi cabeza, ni un hálito de voz, sino aquella larga serpiente de madera. Serpiente o garra o raíz o garfas de buitre, poco importa. Y sin formular nada claramente, comprendía que había encontrado la Existencia, la clave de mis Náuseas, de mi propia vida. En realidad, todo lo que pude comprender después se reduce a este absurdo fundamental. Absurdo: una palabra más, me debato con palabras; allí llegué a tocar la cosa. Pero quisiera fijar aquí el carácter absoluto de este absurdo. Un gesto, un acontecimiento en el pequeño mundo coloreado de los hombres nunca es absurdo sino relativamente: con respecto a las circunstancias que lo acompañan. Los discursos de un loco, por ejemplo, son absurdos con respecto a la situación en que se encuentra, pero no con respecto a su delirio. Pero yo, hace un rato, tuve la experiencia de lo absoluto: lo absoluto o lo absurdo. No había nada con respecto a lo cual aquella raíz no fuera absurda. ¡Oh! Cómo podré fijar esto con palabras? Absurdo: con respecto a la grava, a las matas de césped amarillo, al barro seco, al árbol, al cielo, a los bancos verdes. Absurdo, irreductible; nada -ni siquiera un delirio profundo y secreto de la naturaleza- podía explicarlo. Evidentemente no lo sabía todo: Yo no había visto desarrollarse el germen ni crecer el árbol. Pero ante aquella gran pata rugosa, ni la ignorancia ni el saber tenían importancia; el mundo de las explicaciones y razones no es el de la existencia. Un círculo no es absurdo: se explica por la rotación de un segmento de recta en torno a uno de sus extremos. Pero un círculo no existe. Aquella raíz, por el contrario, existía en la medida en que yo no podía explicarla. Nudosa, inerte, sin nombre, me fascinaba, me llenaba los ojos, me conducía sin cesar a su propia existencia. Era inútil que me repitiera: «Es una raíz»; ya no daba resultado. Bien veía que no era posible pasar de su función de raíz, de bomba aspirante, a eso, a esa piel dura y compacta de foca, a ese aspecto aceitoso, calloso obstinado. La función no explicaba nada; permitía comprender en conjunto lo que era una raíz, pero de ningún modo ésa. Esa raíz, con su color, su forma, su movimiento detenido, estaba... por debajo de toda explicación. Cada una de sus cualidades se le escapa un poco, fluía fuera de ella, se solidificaba a medias, se convertía casi en una cosa: cada una estaba de más en la raíz, y ahora tenía la impresión de que la cepa entera rodaba un poco fuera de sí misma, se negaba, se perdía en un extraño exceso. Raspé con el tacón aquella garra negra; hubiera querido descortezarla un poco. Para nada, por desafío, para que apareciera en el cuero curtido el rosa absurdo de un rasguño: para jugar con el absurdo del mundo. Pero cuando retiré el pie, vi que la corteza seguía negra.

10.4.13

Papeles inesperados

En la antevíspera de la Navidad de 2006, Aurora Bernárdez, viuda de Julio Cortázar, charlaba en su casa de París con el escritor y crítico Carles Álvarez Garriga. En un momento de la conversación, ella extrajo de una vieja cómoda un puñado de manuscritos y textos mecanografiados. “¿Has leído alguna vez esto?”, le preguntó. Aquellas páginas resultaron ser inéditas. Los textos encontrados, junto con otros muchos que habían visto la luz de forma muy dispersa, integran ahora el libro ‘Papeles inesperados’ que la editorial Alfaguara difundirá en España la próxima semana. Reproducimos uno de los relatos incluidos en ese volumen, así como tres historias recuperadas de cronopio.
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JULIO CORTAZAR
Llegaré a Estambul a las ocho y media de la noche. El concierto de Nathan Milstein comienza a las nueve, pero no será necesario que asista a la primera parte; entraré al final del intervalo, después de darme un baño y comer un bocado en el Hilton. Para ir matando el tiempo me divierte recordar todo lo que hay detrás de este viaje, detrás de todos los viajes de los dos últimos años. No es la primera vez que pongo por escrito estos recuerdos, pero siempre tengo buen cuidado de romper los papeles al llegar a destino. Me complace releer una y otra vez mi maravillosa historia, aunque luego prefiera borrar sus huellas. Hoy el viaje me parece interminable, las revistas son aburridas, la hostess tiene cara de tonta, no se puede siquiera invitar a otro pasajero a jugar a las cartas. Escribamos, entonces, para aislarnos del rugido de las turbinas. Ahora que lo pienso, también me aburría mucho la noche en que se me ocurrió entrar al concierto de Ruggiero Ricci. Yo, que no puedo aguantar a Paganini. Pero me aburría tanto que entré y me senté en una localidad barata que sobraba por milagro, ya que la gente adora a Paganini y además hay que escuchar a Ricci cuando toca los Caprichos. Era un concierto excelente y me asombró la técnica de Ricci, su manera inconcebible de transformar el violín en una especie de pájaro de fuego, de cohete sideral, de kermesse enloquecida. Me acuerdo muy bien del momento: la gente se había quedado como paralizada con el remate esplendoroso de uno de los caprichos, y Ricci, casi sin solución de continuidad, atacaba el siguiente. Entonces yo pensé en mi tía, por una de esas absurdas distracciones que nos atacan en lo más hondo de la atención, y en ese mismo instante saltó la segunda cuerda del violín.