Cuando el médico
residente auscultó el corazón detenido
yo lo miré, como si él o yo
fuéramos salvajes, fuéramos de otro mundo:
yo había perdido el lenguaje de los gestos,
no sabía qué significaba para un extraño
levantar la bata y ver el cuerpo desnudo de mi padre.
Mi rostro estaba mojado, el de mi padre
apenas húmedo con el sudor de su vida,
esos últimos minutos de trabajo duro.
Yo estaba recostada en la pared, en un rincón,
y él estaba echado en la cama, los dos hacíamos algo,
y todos los demás creían en el Dios Cristiano,
llamaban a mi padre la cáscara sobre la cama,
sólo yo sabía que se había ido del todo,
sólo yo le dije adiós a su cuerpo
que era todo cuanto él era. Sujeté con fuerza
su pie, pensé en ese anciano esquimal
que sostiene la popa de la canoa mortuoria,
y lo abandoné suavemente al mundo de las cosas.
Sentí la sequedad de sus labios
en los míos, sentí la levedad de mi beso
mover su cabeza sobre la almohada
así como se mueven las cosas
como por su propia cuenta en el agua mansa,
sentí sus cabellos de lobo en mis dedos,
se tambalearon las paredes, el piso,
el techo giraba como si no estuviera yo
saliendo del cuarto sino el cuarto
alejándose de mí. Me hubiera gustado
quedarme a su lado, cabalgar junto a él
mientras lo llevaban al lugar donde lo cremarían,
verlo entrar a salvo al fuego,
tocar sus cenizas tibias, y después llevarme
el dedo hasta la lengua. A la mañana siguiente,
sentí el cuerpo de mi esposo
aplastándome dulcemente como una pesa
sobre algo blando, una fruta, su cuerpo asiéndome
a este mundo con firmeza. Sí, las lágrimas brotaron,
como el zumo o el azúcar de la fruta.
Se adelgaza la piel, se rompe, se rasga: hay
leyes en este mundo y según ellas vivimos.
Sharon Olds