8.5.10

Eva Canel, una mujer de paradojas


Conocer a Pedro para entender a Eva

Un análisis psicológico de Eva Canel pudiera demostrarnos que formada junto a su marido –era una adolescente cuando se casó-, admirándolo profesionalmente, compartiendo con él una vida joven, pletórica de aventuras y desasosiegos, lo convirtió en su modelo de vida. Deseó ser famosa, aplaudida, hablar en público, polemizar, fundar periódicos, escribir novelas y obras de teatro y también, a su forma, participar en la política, aunque, a diferencia de Pedro, estuviese siempre del lado más conservador.

Para tener una noción del paralelismo que la Canel, consciente o inconscientemente desenvolvió, es imprescindible conocer algunos detalles de la vida de Perillán Buxó. Sus avatares se aproximan a los de una novela por entregas, buena parte de estos fueron compartidos con ella y evidentemente condicionaron sus futuras acciones.

(…)

La vida de Eva Canel, desde la muerte de su marido, revela un marcado deseo de imitar sus acciones. Escribe para el teatro, publica novelas, redacta en diversos periódicos, utiliza todos los espacios posibles para presentarse en público como conferencista u oradora, incursiona en la Trocha, viaja a la Tierra del Fuego, es Secretaria de la Cruz Roja Española. Trata de trascender en los espacios públicos, para el privado sólo conserva el papel de madre.

(…)

¡Oh Martí, Martí!¡Qué falta nos has hecho a todos!(1)

Imposible parece encontrar escrita esta frase en una mujer que fue, sin lugar a dudas, una furibunda integrista, monárquica confesa, apasionada defensora de la permanencia del poder colonial en Cuba.

Valdría entonces la pena deconstruir algunas facetas de la personalidad de Eva, percibir el contexto en que conoció a José Martí, y tener una visión compleja y matizada de las relaciones humanas. La Canel se encuentra con Martí en Nueva York en 1891, cuando aún no había manifestado su incidencia en la conformación de una opinión pública proclive a la permanencia de los vínculos coloniales y pensaba que podía trabajar en la nación norteña.

En la Península se divulgaba un supuesto interés de los Estados Unidos por todo lo español con motivo de las actividades que preparaban para la conmemoración del Cuarto Centenario del Descubrimiento. En New York estaba la escritora Mary Serrano, que había traducido al inglés algunas obras de autores españoles y también José Martí, a quien había conocido a través de una relación epistolar con el escritor ecuatoriano Nicolás Augusto González. De ambos diría que “procuraban darme ánimos al verme descorazonada”(2).

Veintitrés años más tarde la Canel confesará de su relación con Martí que “jamás hablamos de política española en general, ni antillana en particular; pero sí mucho de España, de literatura, de razas, de sociología, de hombres y de hechos (...) rehuía la conversación política él y yo, en aquel tiempo, no estaba facultada por la experiencia para abordarla ni rozarla siquiera”(3). Él, que la llamaba amiga, la despidió al salir para Cuba con una caja de bombones y le dijo: “No me escriba. Yo no le escribiré tampoco (...) porque no escribo a quienes bien quiero. Podría llegar a comprometerles”(4). Dice Eva que la comparaba con su madre, cuestión poco probable porque entonces ella tenía 34 años y Martí 38.

A pesar de esa “ingenua” aclaración, cabe destacar que Eva vivía en Cuba cuando se produjo la Conferencia Panamericana, cuando se fundó el Partido Revolucionario Cubano, cuando se ocuparon las armas del Plan de Fernandina y también cuando su amigo Pepe, como le llamaba, murió en Dos Ríos. Hasta junio del 95 no funcionó en Cuba la censura de prensa para los asuntos de la guerra, sin embargo no mencionó a Martí en sus escritos de esos años, ni siquiera se refirió a la visión que éste tenía de la política norteamericana, o de su humanismo, o tampoco de su avenencia con los españoles de las capas populares que vivían en la Isla.

Esperó a 1914, cuando la construcción simbólica del paradigma martiano estaba arraigada, entonces publicó las cartas de Nueva York, en que éste firmaba como su amigo(5), y escribió para El Cubano Libre un artículo titulado “El Gran Místico (después de rezar en la tumba de Martí)”(6), en el cual la contradicción política que le había impuesto un “olvido voluntario” se manifiesta subrepticiamente cuando lo mitifica: “¿Sufría? ¿Gozaba? ¿Dudaba? ¿Creía? (...) nacía la sorpresa de verse frente a un místico reconcentrado en si mismo”(7), en tanto que paralelamente reconocía que “Martí tenía de terrenal el profundo conocimiento del pueblo y de los políticos norteamericanos. Su aversión hacia ellos (...) se acentuaba con la frase rápida, precisa, categórica, para presentarlos, retratarlos y definirlos”(8). Pero de la política colonial de España en Cuba Eva no dice ni una palabra, ha pasado el tiempo y se repite el silencio comprometido y culpable de sus primeros años en la Isla.

Publicado en Anuario de Estudios Americanos,
pp. 227-252, LVII–1, ene–jun, 2001.

1- Canel, Eva: Lo que ví en Cuba, pp. 173.
2- Ibídem, pp. 12.
3- Ibídem, pp. 204.
4- Ibídem, pp. 206.
5- Aparecen publicadas en Ibídem, pp. 207-214.
6- Ibídem, pp. 203-207.
7- Ibídem, pp. 204.
8- Ibídem, pp. 204.

1.5.10

Una mujer así no se avergüenza de morir: Anne Sexton


Podría decirse que el viernes 4 de octubre de 1974 fue un buen día. El sol brillaba. Era otoño. Las hojas de los robles y los arces comenzaban a cambiar de color. Por la mañana había ido a ver a su terapeuta, la doctora Schwartz. Le contó del viaje del que recién había retornado el día anterior, un viaje para leer su poesía. Fumaba, siempre fumaba. Cuando terminó la sesión, manejó su Cougar rojo modelo 67 hasta Norton, para almorzar con su entrañable amiga Maxine Kumin.
Comieron sandwiches de atún. Bebieron vodka. Fumaron. O fumó ella. Era inconcebible verla sin un cigarro entre los labios, entre los dedos. Hablaron de poesía y también de cosas triviales. Revisaron las pruebas de su próximo libro. Maxine también era poeta, pero no sólo eso. Desde que se conocieron en el invierno de 1957, habían formado un vínculo intenso gracias a la identificación de dos amas de casa de los suburbios convertidas en poetas. Ganadoras ambas del Premio Pulitzer, Maxine apenas el año anterior. Ella, en el 67, que fue cuando compró el Cougar.
Hablaban a diario, se veían a menudo. Si estaban lejos, se escribían cartas. Entre ambas trabajaban sus poemas con la misma rigurosidad como si estuvieran en el taller literario donde se conocieron. Instalaron una segunda línea telefónica, en cada una de sus casas, para dedicarla exclusivamente a hablar dos o más horas diariamente sobre sus versos. Escribieron juntas cuatro libros para niños. Se retaban: escribamos algo a partir de equis idea. Veinte minutos después se llamaban con un poema que se leían y trabajaban, mientras trataban de mantener sosegados a hijos y esposos.
Terminado el almuerzo, ella se monta en el Cougar, arranca, baja la ventanilla y le grita algo a Maxine, algo que ésta no entendió. Siguió con la mirada el Cougar rojo hasta perderlo de vista preguntándose qué le habría dicho. Se lo preguntaría el resto de su vida.

Cuando llegó a su casa en el 14 de Black Oak Street en Weston, se metió a la cocina y tomó otro trago de vodka. El vodka era como agua, no le hacía efecto alguno. Vaso en mano, encendió un cigarrillo e hizo una llamada telefónica. En la noche tenía una cita y llamaba para retrasar la hora del encuentro.
Luego de colgar, se quitó los anillos y los metió en su cartera. A pesar de ser un día soleado, el clima refrescó así es que buscó algo en el armario. Se puso un abrigo que era de su madre. Un abrigo de piel con forro de satín que le quedaba algo pequeño pero que insistía en ponerse. Con el vaso de vodka en la mano caminó hacia el garaje cerrando todas las puertas de acceso.
Mientras tanto, en el consultorio donde había estado por la mañana, la doctora Schwartz encontraba el paquete de cigarrillos y el encendedor de Anne Sexton, escondidos detrás de un jarrón con margaritas. Le pareció muy extraño, pues era obvio que habían sido puestos allí a propósito. Anne no podía estar sin fumar. La doctora tuvo un mal presentimiento.

Maxine Kumin, la última persona en verla viva, se negó durante años a hablar sobre aquel día o sobre su relación con Sexton. Era la segunda vez que le pasaba, perder a una querida amiga por suicidio. Cuando al fin rompió el silencio, Kumin declaró, entre otras cosas, que sabía que tarde o temprano Sexton se suicidaría, pero que también estaba segura que todos los intentos anteriores, más de 5, eran sobre todo maneras de llamar la atención.
Ambas se conocerían en el taller literario del escritor John Holmes, al que Anne Sexton llegaría por recomendación médica. Las múltiples crisis de Sexton comenzarían en 1954, después del nacimiento de su primera hija, cuando le fue diagnosticada depresión post-parto. Al año siguiente tendría a su segunda hija y la depresión fue tal que hubo que internar a Sexton en un hospital mientras las niñas fueron enviadas a casa de sus abuelos paternos. En el 56, un aparente intento de suicidio, el primero, en el que no llegó a tomar las pastillas con las que intentaba matarse, la llevaron al psiquiatra.
Comenzaría entonces una larga relación con el doctor Martin Ome quien, como mecanismo de catarsis, la alentó a escribir poesía y a integrarse a un taller literario. Mediante la escritura de sus poemas y las sesiones con el doctor Ome, Sexton parecía por fin tener una manera de descargar un sinnúmero de culpas, temores y demonios que la acosaban. Parecía que nada de lo que ocurría en su vida estaba impoluto.
Sus padres eran bebedores y tenían una vida social muy activa, dejando un poco al descuido a Anne y sus dos hermanas durante su infancia. Su tía abuela, a la que llamaba Nana y con quien compartía el nombre de Anne, llegó a sufrir de demencia senil y fue internada varias veces para recibir electroshocks. Era con Nana con quien Anne se sentía más vinculada de toda su familia, y su muerte a los 86 años supuso un duro golpe para Sexton.
Sus piernas largas, su delgadez, sus facciones y sus ojos de un azul intenso le permitieron obtener trabajo como modelo para la agencia Hart de Boston. Estando comprometida para casarse se fugó con otro hombre, Alfred Muller Sexton, con quien eventualmente se casaría y cuyo apellido adoptaría.
En 1959, sus padres morirían. Su padre había sufrido un derrame el año anterior y su madre murió de cáncer. Conoce a Sylvia Plath en el taller literario de Robert Lowell. Ambas se hacen amigas y también rivales poéticas. Sus conversaciones giran en torno a la muerte y los intentos de suicidio de ambas. El círculo de la muerte parecía cerrarse en torno a ella. Cuando Plath se suicida en 1963, Sexton no puede menos que admirarla por el hecho de haberlo logrado.
Mientras tanto, la poesía de Anne crece en calidad y en intensidad. Sexton confiesa que no se queda con nada adentro. Se desnuda totalmente en palabras. Toca el dolor, mete la mano en sus llagas. Escribe sobre lo que otros no se atreven. Los personajes de su vida, la infancia, los recuerdos, lo que no entiende, la menstruación, el aborto, pero sobre todo la muerte y el suicidio son los temas en torno a los cuales construye sus poemas.
La escritura se alterna con intentos de suicidio y crisis depresivas. Se vuelve alcohólica. Nembutal, Deprol, todo tipo de somníferos y calmantes son parte de su repertorio suicida. Sus libros son muy bien recibidos, tanto por la crítica como por los lectores. Es invitada a dar recitales a los cuales llega siempre 10 minutos tarde. Poco antes de morir forma un grupo de rock, Anne Sexton and Her Kind, que musicaliza sus presentaciones.
Y comienza sus lecturas precisamente con “Her Kind”, “De ésas”, que se convierte en su tarjeta de presentación:

He salido al mundo, una bruja poseída,
rondando el aire negro, más valiente por ello;
soñando el mal, he sobrevolado
las casas planas, de luz en luz:
pobre solitaria, con mis 12 dedos, enajenada.
Una mujer así no es una mujer, lo sé.
Yo he sido de ésas.

He encontrado las cuevas tibias del bosque,
las he llenado de sartenes, esculturas, estantes,
de armarios, sedas, de incontables bienes;
he preparado la cena para gusanos y elfos:
llorando, aullando, ordenando lo que estaba mal.
A una mujer así no se la comprende.
Yo he sido de ésas.

He viajado contigo, carretero, saludando
con los brazos desnudos a los pueblos que pasaban,
aprendiéndome las últimas rutas de la claridad, superviviente
allí donde tus llamas aún muerden mis muslos
y crujen mis costillas bajo la presión de tu carreta.
Una mujer así no se avergüenza de morir.
Yo he sido de ésas.

Cuando verificó que todas las puertas del garaje estaban bien cerradas, Anne se sentó en el asiento del conductor de su Cougar rojo modelo 67. Encendió el motor. Encendió la radio. Siguió tomando su vodka. Y mientras aspiraba con tranquilidad el inodoro veneno del monóxido de carbono, Anne Sexton deseó que sonase alguna canción de The Beatles o The Doors, sus grupos favoritos, para que se la llevaran, por fin, de este mundo.