La palabra Absurdo nace ahora de mi pluma; hace un rato, en el jardín,
no la encontré, pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella;
pensaba sin palabras, en las cosas, con las cosas. Lo absurdo no era una
idea en mi cabeza, ni un hálito de voz, sino aquella larga serpiente de
madera. Serpiente o garra o raíz o garfas de buitre, poco importa. Y
sin formular nada claramente, comprendía que había encontrado la
Existencia, la clave de mis Náuseas, de mi propia vida. En realidad,
todo lo que pude comprender después se reduce a este absurdo
fundamental. Absurdo: una palabra más, me debato con palabras; allí
llegué a tocar la cosa. Pero quisiera fijar aquí el carácter absoluto de
este absurdo. Un gesto, un acontecimiento en el pequeño mundo coloreado
de los hombres nunca es absurdo sino relativamente: con respecto a las
circunstancias que lo acompañan. Los discursos de un loco, por ejemplo,
son absurdos con respecto a la situación en que se encuentra, pero no
con respecto a su delirio. Pero yo, hace un rato, tuve la experiencia de
lo absoluto: lo absoluto o lo absurdo. No había nada con respecto a lo
cual aquella raíz no fuera absurda. ¡Oh! Cómo podré fijar esto con
palabras? Absurdo: con respecto a la grava, a las matas de césped
amarillo, al barro seco, al árbol, al cielo, a los bancos verdes.
Absurdo, irreductible; nada -ni siquiera un delirio profundo y secreto
de la naturaleza- podía explicarlo. Evidentemente no lo sabía todo: Yo
no había visto desarrollarse el germen ni crecer el árbol. Pero ante
aquella gran pata rugosa, ni la ignorancia ni el saber tenían
importancia; el mundo de las explicaciones y razones no es el de la
existencia. Un círculo no es absurdo: se explica por la rotación de un
segmento de recta en torno a uno de sus extremos. Pero un círculo no
existe. Aquella raíz, por el contrario, existía en la medida en que yo
no podía explicarla. Nudosa, inerte, sin nombre, me fascinaba, me
llenaba los ojos, me conducía sin cesar a su propia existencia. Era
inútil que me repitiera: «Es una raíz»; ya no daba resultado. Bien veía
que no era posible pasar de su función de raíz, de bomba aspirante, a
eso, a esa piel dura y compacta de foca, a ese aspecto aceitoso, calloso
obstinado. La función no explicaba nada; permitía comprender en
conjunto lo que era una raíz, pero de ningún modo ésa. Esa raíz, con su
color, su forma, su movimiento detenido, estaba... por debajo de toda
explicación. Cada una de sus cualidades se le escapa un poco, fluía
fuera de ella, se solidificaba a medias, se convertía casi en una cosa:
cada una estaba de más en la raíz, y ahora tenía la impresión de que la
cepa entera rodaba un poco fuera de sí misma, se negaba, se perdía en un
extraño exceso. Raspé con el tacón aquella garra negra; hubiera querido
descortezarla un poco. Para nada, por desafío, para que apareciera en
el cuero curtido el rosa absurdo de un rasguño: para jugar con el
absurdo del mundo. Pero cuando retiré el pie, vi que la corteza seguía
negra.