8.11.12

Magias de la ficción


¿Hasta donde llega el poder del  lenguaje? ¿Puede un solo hombre inventar la memoria de todo un pueblo? Hay momentos de la literatura que parecen sugerirlo.
Cuando leemos la historia del Moisés bíblico, su salvación entre los juncos, su infancia en la corte, su conflicto con el poder faraónico, su misión de liberar al pueblo de Israel, su papel como guía por el desierto, su destino como legislador en la montaña, vemos surgir al padre de un pueblo y al creador de sus leyes. Es la leyenda fundacional de una nación. Y cuando nos dicen que ese personaje, casi de ficción, que parece más un mito que un hombre, también es el autor de todos esos libros que narran los orígenes: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio; que él es el autor y también el protagonista, sentimos que no hubo nadie ni nada antes de él. Estamos ante uno de esos seres con los cuales comienza el mundo, un auténtico inventor del pasado. ¿Qué nos importa que haya existido o no con ese nombre y ese destino? Sus libros existen, y llenaron incluso la memoria de generaciones remotas. Él, o las multitudes que él representa, crearon la memoria fabulosa de un mundo.

La disciplina de la historia, con todos sus esfuerzos y rigores, es invento reciente. Durante milenios el registro de la memoria humana no era una ciencia sino un arte creador, en donde trabajaban por igual el recuerdo y la inspiración, la tradición y la invención, hechos y fábulas, realidad, sueño y delirio.

Muchos personajes históricos fueron amasados más por la leyenda y por la fábula que por testimonios rigurosos. Cristo podría ser una creación de sus biógrafos, todos amigos o partidarios suyos. Algunos filósofos escépticos han advertido la curiosidad de que no queden testimonios de sus adversarios sino sólo de sus prosélitos.

Pero cuando pensamos en Julio César, un personaje histórico indudable, ¿sí es al César histórico al que vemos? ¿o es también una mixtura literaria, a caballo entre la realidad y la ficción, hecha con un poco de César y un poco de Suetonio, con un poco de Quevedo y un poco de Shakespeare, con un poco de Bernard Shaw y un poco de Thornton Wilder?

Si Dios existe, y pocos lo dudan, ha de ser un maestro del género fantástico. Porque la ficción suele alcanzar una intensidad que la realidad no siempre logra. Auerbach ha estudiado con admiración ese momento de la Odisea en que la vieja nodriza de Ulises, lavando los pies de un vagabundo que ha llegado al palacio, descubre en la pierna del viajero una cicatriz que ella conoce bien: ella misma curó a un niño de esa herida muchos años atrás. La cicatriz le permite a Homero detener el relato en busca de un episodio antiguo, abrir como una herida un paréntesis para viajar a los orígenes. Donde hay una cicatriz hay una historia, parece decirnos, y la fisiología se vuelve poesía, la cicatriz metáfora, la herida abre el camino de la memoria.

Por esos procedimientos intensos y complejos, los libros se nos graban a veces más que la realidad, y los personajes de la literatura llegan a existir más que los personajes del mundo. Ya es una verdad común que conocemos más a don Quijote que a Cervantes.

La literatura sirve también para modificar, si no la realidad, al menos nuestra idea de la realidad. ¿No pensamos siempre que el centurión que clavó su lanza en el costado del hombre de la cruz era un aborrecible canalla? Sin embargo, Hemingway logra de pronto que sintamos casi afecto por aquel hombre, cuando en un breve cuento nos muestra al centurión que, viendo al torturado que padece una larga agonía, se apiada de él y resuelve abreviar el sufrimiento atroz con un golpe de lanza.

Hay frases que producen hondas repercusiones en la mente. No necesitamos saber en La Vorágine que un hombre ha utilizado la piel tachonada de una fiera para provocar una estampida en la hacienda; nos basta oír a Rivera diciendo: “Cuando coloqué otra vez en su sitio la piel del tigre, todavía resonaba el desierto”.

Son las magias parciales de la literatura. Pienso en aquel profesor de historia en el Ulises de James Joyce, que caminando por la arena una mañana siente de pronto pánico de estar muriendo y se pregunta con un escalofrío: “¿Estaré entrando en la eternidad por la playa de Sandymount?”. O pienso en aquel hombre tímido de la novela Luz de Agosto de Faulkner, que siempre tiene miedo de hacerles daño a los demás, y para evitarlo se encierra los días de fiesta a trabajar en un aserradero, para no tener ninguna ocasión de hacer daño, hasta que un día llega hasta ese lugar una muchacha extraviada, y llama a la puerta, y le pregunta algo que él nunca habría debido contestar. “Ahora ya lo ha dicho –añade Faulkner–, ahora más le valdría haberse cortado la lengua”.

De esas emociones, sorpresas, revelaciones silenciosas, magias parciales del lenguaje, se nutre día tras día ese ser nunca anacrónico que es el lector. No hay en el mundo nada que reemplace las zozobras, las sorpresas, los deleites y los horrores que nos depara la literatura, sin más efectos especiales que los que inventaron esos contadores de historias junto al fuego, hace miles de años. Como aquel diálogo mágico de Rulfo, cuando a medianoche Miguel Páramo despierta a una mujer y le dice por la ventana que no sabe qué le ha pasado, porque iba cabalgando hacia Sayula pero no llegaba nunca, y de repente una niebla lo fue llenando todo. “Debo estar loco” –le dice–. Y ella, pensativa, le contesta: “No, Miguel Páramo, tú no estás loco. Tú debes estar muerto”.

Los géneros suelen ser una comodidad de la academia. Las novelas, como la vida, están llenas de cuentos y de poemas.

William Ospina - EL ESPECTADOR - Agosto 2010

1.11.12

Miguel Hernández - Hijo de la sombra

Eres la noche, esposa: la noche en el instante
mayor de su potencia lunar y femenina.
Eres la medianoche: la sombra culminante
donde culmina el sueño, donde el amor culmina.

Forjado por el día, mi corazón que quema
lleva su gran pisada del sol adonde quieres,
con un sólido impulso, con una luz suprema,
cumbre de las montañas y los atardeceres.

Daré sobre tu cuerpo cuando la noche arroje
su avaricioso anhelo de imán y poderío.
Un astral sentimiento febril me sobrecoge,
incendia mi osamenta con un escalofrío.

El aire de la noche desordena tus pechos,
y desordena y vuelca los cuerpos con su choque.
Como una tempestad de enloquecidos lechos,
eclipsa las parejas, las hace un solo bloque.

La noche se ha encendido como una sorda hoguera
de llamas minerales y oscuras embestidas.
Y alrededor la sombra late como si fuera
las almas de los pozos y el vino difundidas.

Ya la sombra es el nido cerrado, incandescente,
la visible ceguera puesta sobre quien ama;
ya provoca el abrazo cerrado, ciegamente,
ya recoge en sus cuevas cuanto la luz derrama.

La sombra pide, exige seres que se entrelacen,
besos que la constelen de relámpagos largos,
bocas embravecidas, batidas, que atenacen,
arrullos que hagan música de sus mudos letargos.

Pide que nos echemos tú y yo sobre la manta,
tú y yo sobre la luna, tú y yo sobre la vida.
Pide que tú y yo ardamos fundiendo en la garganta,
con todo el firmamento, la tierra estremecida.

El hijo está en la sombra que acumula luceros,
amor, tuétano, luna, claras oscuridades.
Brota de sus perezas y de sus agujeros,
y de sus solitarias y apagadas ciudades.

El hijo está en la sombra: de la sombra ha surtido,
y a su origen infunden los astros una siembra,
un zumo lácteo, un flujo de cálido latido,
que ha de obligar sus huesos al sueño y a la hembra.

Moviendo está la sombra sus fuerzas siderales,
tendiendo está la sombra su constelada umbría,
volcando las parejas y haciéndolas nupciales.
Tú eres la noche, esposa. Yo soy el mediodía.