23.12.11

Blas de Otero

Lástima

Me haces daño, Señor. Quita tu mano
de encima. Déjame con mi vacío,
déjame. Para abismo, con el mío
tengo bastante. ¡Oh Dios!, si eres humano,
compadécete ya, quita esa mano
de encima. No me sirve. Me da frío
y miedo. Si eres Dios, yo soy tan mío
como tú. Y a soberbio, yo te gano.
Déjame. ¡Si pudiese yo matarte,
como haces tú, como haces tú! Nos coges
con las dos manos, nos ahogas. Matas
no se sabe por qué. Quiero cortarte
las manos. Esas manos que son trojes
del hambre, y de los hombres que arrebatas.

*
En el principio

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

*
Anchas sílabas

Que mi pie te despierte, sombra a sombra
he bajado hasta el fondo de la patria.
Hoja a hoja, hasta dar con la raíz
amarga de mi patria.
Que mi fe te levante, sima a sima
he salido a la luz de la esperanza.
Hombro a hombro, hasta ver un pueblo en pie
de paz, izando un alba.
Que mi voz brille libre, letra a letra
restregué contra el aire las palabras.
Ah, las palabras. Alguien heló
los labios -bajo el sol- de España.

*
Música tuya

" ¿Es verdad que te gusta verte hundida
en el mar de la música; dejarte
llevar por esas alas; abismarte
en esa luz tan honda y escondida?
Si es así, no ames más; dame tu vida,
que ella es la esencia y el clamor del arte;
herida estás de Dios de parte a parte,
y yo quiero escuchar sólo esa herida.
Mares, alas, intensas luces libres,
sonarán en mi alma cuando vibres,
ciega de amor, tañida entre mis brazos.
Y yo sabré la música ardorosa
de unas alas de Dios, de una luz rosa,
de un mar total con olas como abrazos. "

*
Un relámpago apenas

Besas como si fuese a comerme.
Besas besos de mar, a dentelladas.
Las manos en mis sienes y abismadas
nuestras miradas. Yo, sin lucha, inerme,
me declaro vendido, sin vencerme
es ver en ti mis manos maniatadas.
Besas besos de Dios. A bocanadas
bebes mi vida. Sorbes, sin dolerme,
tiras de mi raíz, subes mi muerte
a flor de labio, Y luego, mimadora,
la brisas y las rozas con tu beso.
Oh Dios, oh Dios, si para verte
bastará un beso, un beso que se llora
después, porque ¡oh, por qué! no basta eso.

14.12.11

Rafael Alberti

Santoral agreste

¿Quién rompió las doradas vidrieras
del crepúsculo? ¡Oh cielo descubierto,
del montes, mares, viento, parameras
y un santoral del par en par abierto!

Tres arcángeles van por las praderas
con la Virgen marina al blanco puerto
del pescado; ayunando, entre las fieras,
se disecan los Padres del desierto.

El santo Labrador peina la tierra;
Santa Cecilia pulsa los pinares,
y el perro de San Roque, por el río,

corre tras la paloma de la sierra,
para glorificarla en los altares,
bajo la luz de este soneto mío.

*
Sola

La que ayer fue mi querida
va sola entre los cantuesos.
Tras ella, una mariposa
y un saltamontes guerrero.

Tres veredas:
Mi querida, la del centro.
La mariposa, la izquierda.
Y el saltamontes guerrero,
saltando, por la derecha.

*
Elegía del niño marinero

Marinerito delgado,
Luis Gonzaga de la mar,
¡qué fresco era tu pescado,
acabado de pescar!

Te fuiste, marinerito,
en una noche lunada,
¡tan alegre, tan bonito,
cantando, a la mar salada!

¡Qué humilde estaba la mar!
¡Él cómo la gobernaba!
Tan dulce era su cantar,
que le aire se enajenaba.

Cinco delfines remeros
su barca le cortejaban.
Dos ángeles marineros,
invisibles, la guiaban.

Tendió las redes, ¡qué pena!,
por sobre la mar helada.
Y pescó la luna llena,
sola en su red plateada.

¡Qué negra quedó la mar!
¡La noche qué desolada!
Derribado su cantar,
la barca fue derribada.

Flotadora va en el viento
la sonrisa amortajada
de su rostro. ¡Qué lamento
el de la noche cerrada!

¡Ay mi niño marinero,
tan morenito y galán,
tan guapo y tan pinturero,
más puro y bueno que el pan!

¿Qué harás pescador de oro,
allá en los valles salados
del mar? ¿Hallaste el tesoro
secreto de los pescados?

Deja, niño, el salinar
del fondo, y súbeme al cielo
de los peces y, en tu anzuelo,
mi hortelanita del mar.

8.12.11

El burlado, de Jack London

Había tenido que demostrar su valentía para ganarse un puesto entre los ladrones de pieles. Tras él quedaba el interminable camino que atravesaba toda Siberia y toda Rusia. No podía volver atrás; por allí no había escape posible. No le quedaba más opción que seguir adelante, atravesar el mar de Bering, oscuro y helado, para llegar a Alaska. El camino lo había llevado del puro y simple salvajismo a un salvajismo aún más refinado. En los barcos de ladrones de pieles, castigados por el escorbuto, sin comida ni agua, asediados por las inacabables tormentas de aquel mar tormentoso, los hombres se convertían en animales. Tres veces había salido de Kamchatka en dirección al Este. Y otras tantas, después de pasar toda clase de sufrimientos y penalidades, los sobrevivientes habían vuelto a Kamchatka. No había posibilidad de huir y no podía volver al punto de partida, donde las minas y el látigo aguardaban. De nuevo, por cuarta y última vez, había zarpado hacia el Este. Había partido con los que descubrieron las fabulosas islas de las Focas, pero no había regresado con ellos para participar en el reparto de pieles ni en las bulliciosas orgías de Kamchatka. Había jurado no volver atrás. Sabía que si quería llegar a sus queridas capitales de Europa tenía que seguir siempre adelante. Y por eso había subido a bordo de otro barco y había permanecido en las oscuras tierras del Nuevo Continente. Sus compañeros de tripulación eran cazadores eslavos, aventureros rusos y aborígenes mongoles, tártaros y siberianos. Juntos habían abierto un camino de sangre entre los salvajes de aquel mundo nuevo. Habían exterminado aldeas enteras y se habían negado a pagar los tributos de pieles, pero a su vez habían sido víctimas de las matanzas a que los sometían otras tripulaciones. Él y un tal Finn habían sido los únicos supervivientes de la suya. Habían pasado un invierno de soledad y de hambre en una isla desierta del archipiélago de las Aleutianas y al fin, en primavera, la posibilidad entre mil de que los rescatara otro navío se había realizado. Pero el salvajismo más terrible los seguía asediando. De barco en barco, siempre negándose a volver, había ido a parar a un navío que se dirigía a explorar las tierras del Sur. A todo lo largo de la costa de Alaska no habían encontrado sino hordas de salvajes. Cada anclaje que efectuaban entre las islas abruptas o bajo los acantilados amenazadores de la tierra firme había significado una batalla o una tormenta. O soplaban vientos que amenazaban con destruirlos o llegaban las canoas cargadas de nativos vociferantes con rostros cubiertos de pinturas de guerra que venían a aprender qué virtudes sangrientas poseía la pólvora de aquellos señores del mar. Siempre navegando rumbo al Sur, habían bordeado la costa hasta llegar a las míticas tierras de California. Se decía que grupos de aventureros españoles habían logrado abrirse camino hasta allí partiendo de México. En esos aventureros españoles había puesto su esperanza. Si hubiera logrado encontrarse con ellos, el resto habría sido fácil (un año o dos más, ¿qué importaba?). Habría llegado a México; luego un barco, y Europa habría sido suya. Pero no había dado con los españoles. Sólo había tropezado con la eterna muralla inexpugnable de salvajismo. Los habitantes de los confines del mundo, cubiertos sus rostros de pinturas de guerra, les habían obligado a replegarse una y otra vez. Al fin, un día en que éstos lograron apoderarse de uno de sus barcos y exterminar a toda la tripulación, el que tenía el mando de la flota decidió abandonar la empresa y regresar al Norte. Pasaron los años. Estuvo a las órdenes de Tebenkoff cuando se construyó el fuerte de Michaelovski. Pasó dos años en la región del Kuskokwim. Dos veranos, en junio logró llegar al extremo del estrecho de Kotzebue. Allí era donde las tribus se reunían a traficar, donde se encontraban pieles moteadas de venado siberiano, marfil de las Diomedes, pieles de morsa de las costas del Ártico, extraños candiles de piedra que pasaban de tribu en tribu y cuyo origen nadie conocía, y hasta un cuchillo de caza fabricado en Inglaterra. Aquél, Subienkow lo sabía, era el mejor lugar para aprender geografía. Porque halló allí esquimales del estrecho de Norton, de las islas del Rey y de la isla de San Lorenzo, del cabo Príncipe de Gales y de Punta Barrow. Allí aquellos lugares tenían otros nombres y las distancias se medían en jornadas. Era una región vasta la de procedencia de aquellos salvajes, y más vasta todavía era la región desde donde habían llegado hasta ellos, por caminos interminables, los candiles de piedra y el cuchillo de acero. Subienkow amenazaba, halagaba y sobornaba. Todos los viajeros y los nativos de alguna extraña tribu eran llevados a su presencia. Allí se mencionaban peligros sin cuento, animales salvajes, tribus hostiles, bosques impenetrables y majestuosas cadenas montañosas; y siempre, de lugares aún más lejanos, llegaban rumores de la existencia de hombres de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios que peleaban como diablos y que buscaban pieles. Hacia el Este decían que se hallaban; muy lejos, siempre hacia el Este. Nadie los había visto. Era un rumor que corría de boca en boca. Fue aquél un duro aprendizaje. Se adquirían conocimientos de geografía a través de extraños dialectos, a través de mentes oscuras que mezclaban la realidad con la fábula y que medían las distancias en jornadas, que variaban según la dificultad del camino. Pero al fin llegó un rumor que le hizo concebir esperanzas. Al Este había un gran río donde se hallaban los hombres de ojos azules. El río se llamaba Yukón. Al sur del fuerte Michaelovski desembocaba otro gran río que los rusos conocían con el nombre de Kwikpak. Los dos eran el mismo, decía el rumor. Subienkow volvió a Michaelovski. Durante un año trató de organizar una expedición al Kwikpak. Al fin convenció a Malakoff, el mestizo ruso, de que se pusiera al frente de una mixtura infernal, la horda más salvaje y feroz de aventureros mestizos que jamás hubiera salido de Kamchatka. Subienkow iba de lugarteniente. Recorrieron los laberintos del delta del Kwikpak, atravesaron las colinas de la ribera norte del río y en canoas de piel cargadas hasta la borda de mercancías para traficar y de munición lucharon a lo largo de quinientas millas contra las corrientes de cinco nudos de aquel río de una anchura que oscilaba entre dos y diez millas y de muchas brazas de profundidad. Malakoff decidió construir un fuerte en Nulato. Subienkow le instó a seguir adelante, pero pronto se reconcilió con la idea. El largo invierno se echaba encima. Sería mejor esperar. A comienzos del verano siguiente, cuando se derritieran los hielos, remontarían el Kwikpak y se abrirían paso hasta las factorías de la Compañía de la Bahía de Hudson. Malakoff no había oído el rumor de que el Kwikpak era el Yukón, y Subienkow no se lo dijo. Y comenzaron a construir el fuerte. Lo hicieron sobre la base de trabajos forzados. Las murallas formadas por hileras de troncos se elevaron entre suspiros y quejas de los indios mulatos. El látigo restalló sobre sus espaldas, y era la mano de hierro de los bucaneros del mar la que sostenía el látigo. Algunos indios huían. Cuando lograban capturarlos, los traían hasta el fuerte, los obligaban a tenderse de bruces ante la puerta y allí demostraban a la tribu la eficacia del látigo. Dos murieron bajo los azotes; muchos quedaron mutilados de por vida, y el resto aprendió la lección y no volvió a intentar la huida. Antes de que vinieran las nieves, el fuerte estaba terminado. Había llegado la época de las pieles. Impusieron a la tribu un pesado tributo. Para obligar a los indios a satisfacerlo, redoblaron los golpes y los latigazos, tomaron a mujeres y niños como rehenes y les trataron con la crueldad de que sólo los ladrones de pieles son capaces. Habían sembrado sangre y llegó el momento de la cosecha. Ahora el fuerte había desaparecido. A la luz de las llamas la mitad de los ladrones de pieles fue pasada a cuchillo. La otra mitad murió como consecuencia de las torturas.

15.11.11

El derecho al delirio

Ya está naciendo el nuevo milenio. No da para tomarse el asunto demasiado en serio: al fin y al cabo, el año 2001 de los cristianos es el año 1379 de los musulmanes, el 5114 de los mayas y el 5762 de los judíos. El nuevo milenio nace un primero de enero por obra y gracia de un capricho de los senadores del imperio romano, que un buen día decidieron romper la tradición que mandaba celebrar el año nuevo en el comienzo de la primavera. Y la cuenta de los años de la era cristiana proviene de otro capricho: un buen día, el Papa de Roma decidió poner fecha al nacimiento de Jesús, aunque nadie sabe cuándo nació. El tiempo se burla de los límites que le inventamos para creernos el cuento de que él nos obedece; pero el mundo entero celebra y teme esta frontera.

Una invitación al vuelo

Milenio va, milenio viene, la ocasión es propicia para que los oradores de inflamada verba peroren sobre el destino de la humanidad, y para que los voceros de la ira de Dios anuncien el fin del mundo y la reventazón general, mientras el tiempo continúa, calladito la boca, su caminata a lo largo de la eternidad y del misterio. La verdad sea dicha, no hay quien resista: en una fecha así, por arbitraria que sea, cualquiera siente la tentación de preguntarse cómo será el tiempo que será. Y vaya uno a saber cómo será. Tenemos una única certeza: en el siglo veintiuno, si todavía estamos aquí, todos nosotros seremos gente del siglo pasado y, peor todavía, seremos gente del pasado milenio. Aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí que tenemos, al menos, el derecho de imaginar el que queremos que sea.
En 1948 y en 1976, las Naciones Unidas proclamaron extensas listas de derechos humanos; pero la inmensa mayoría de la humanidad no tiene más que el derecho de ver, oír y callar. ¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho de soñar? ¿Qué tal si deliramos, por un ratito? Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible: el aire estará limpio de todo veneno que no venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones; en las calles, los automóviles serán aplastados por los perros; la gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor; el televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas; la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar; se incorporará a los códigos penales el delito de estupidez, que cometen quienes viven por tener o por ganar, en vez de vivir por vivir nomás, como canta el pájaro sin saber que canta y como juega el niño sin saber que juega; en ningún país irán presos los muchachos que se niegan a cumplir el servicio militar, sino los que quieran cumplirlo; los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas; los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas; los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos; los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas; la solemnidad se dejará de creer que es una virtud, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo; la muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero; nadie será considerado héroe ni tonto por hacer lo que cree justo en lugar de hacer lo que más le conviene; el mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra; la comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos; nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión; los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle; los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos; la educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla; la policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla; la justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda; una mujer, negra, será presidenta de Brasil y otra mujer, negra, será presidenta de los Estados Unidos de América; una mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú; en Argentina, las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria; la Santa Madre Iglesia corregirá las erratas de las tablas de Moisés, y el sexto mandamiento ordenará festejar el cuerpo; la Iglesia también dictará otro mandamiento, que se le había olvidado a Dios: "Amarás a la naturaleza, de la que formas parte"; serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma; los desesperados serán esperados y los perdidos serán encontrados, porque ellos son los que se desesperaron de tanto esperar y los que se perdieron de tanto buscar; seremos compatriotas y contemporáneos de todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza, hayan nacido donde hayan nacido y hayan vivido cuanto hayan vivido, sin que importen ni un poquito las fronteras del mapa o del tiempo; la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses; pero en este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero.

Eduardo Galeano
Patas para arriba (1998)

25.10.11

Las grandes mujeres

En las grandes mujeres reposó el universo.
Las consumió el amor, como el fuego al estaño,
a unas; reinas, otras, sangraron su rebaño.
Beatriz y Lady Macbeth tienen genio diverso.
De algunas, en el mármol, queda el seno perverso.
Brillan las grandes madres de los grandes de antaño.
Y es la carne perfecta, dadivosa del daño.
Y son las exaltadas que entretejen el verso.

De los libros las tomo como de un escenario
fastuoso -¿Las envidias, corazón mercenario?
Son gloriosas y grandes, y eres nada, te arguyo.

-Ay, rastreando en sus alas, como en selvas las lobas,
a mirarlas de cerca me bajé a sus alcobas
y oí un bostezo enorme que se parece al tuyo.

Alfonsina Storni
Sala Capriasca, Suiza, 22 ó 29 de mayo de 1892
Mar del Plata, Argentina, 25 de octubre de 1938

8.10.11

Manuel Acuña Narro

Médico y poeta, nació en la ciudad de Saltillo, Coahuila, el 27 de agosto de 1849. Vivió en una época en que la sociedad mexicana era dominada por una intelectualidad filosófico-positivista, además de una tendencia romántica en la poesía. Hijo de Francisco Acuña y Refugio Narro. Recibió de sus padres las primeras letras. Estudia posteriormente en el Colegio Josefino de la ciudad de Saltillo y alrededor de 1865 se trasladó a la México, donde ingresó en calidad de alumno interno al Colegio de San Ildefonso, donde estudia Matemáticas, Latín, Francés y Filosofía. Posteriormente, en enero de 1868 inicia sus estudios en la Escuela de Medicina. Fue un estudiante distinguido aunque inconstante. Cuando muere, en 1873 sólo había concluido el cuarto año de su carrera. En los primeros meses de sus estudios médicos vivía en un humilde cuarto del ex-convento de Santa Brígida, de donde se trasladó al cuarto número 13 de corredor bajo del segundo patio de la Escuela de Medicina, el mismo, que años antes habitara otro infortunado poeta mexicano, Juan Díaz Covarrubias.

Allí se reunían muchos de los escritores jóvenes de la época, Juan de Dios Peza, Manuel M. Flores, Agustín F. cuenca, Gerardo M. Silva, Javier Santamaría, Juan B. Garza, Miguel Portilla, Vicente Morales y otros. Allí fue donde, una tarde de julio de 1872, algunos de los poetas del grupo inscribieron sobre un cráneo, como sobre un álbum, pensamientos y estrofas.

En 1868 inició Acuña su breve carrera literaria. Dióse a conocer con una elegía a la muerte de su compañero y amigo Eduardo Alzúa. En el mismo año, impulsado por el renacimiento cultural que siguió al triunfo de la República, participó, junto con Agustín F. Cuenca y Gerardo Silva, entre otros intelectuales, fundando la Sociedad Literaria Nezahualcóyotl, en el seno de la cual dio a conocer sus primeros versos. Los trabajos presentados en la sociedad publicáronse en la revista "El Anáhuac" (México 1869) y en un folletín del periódico La Iberia intitulado Ensayos literarios de la Sociedad Nezahualcóyotl. Este folleto puede considerarse como una de las obras de Acuña, ya que contiene, además de trabajos de otros escritores, once poemas y un artículo en prosa suyos.

Tenía 24 años y había probado ya la miel de la gloria el 9 de mayo de 1871... En esa fecha se estrenó "El Pasado", drama de su inspiración que recibió una buena acogida por parte del público. Además la crítica ya le había reconocido un sitio destacado como poeta. Rosario de la Peña fue la mujer que estuvo más íntimamente ligada a sus últimos años, fue el gran amor de su vida y según parece, pesó tanto en su ánimo que mucho tuvo que ver con su trágica muerte. De hecho, el atractivo de esta mujer queda reservado como uno de los misterios de la historia, pues fue ella la misma Rosario que despertó por igual la desesperada pasión de Acuña, el deseo de Flores, la senil adoración de Ramírez y el cariño devoto de Martí.

Los extremos poéticos de estos cuatro hombres de letras eran motivo de satisfacción y halago para ella, cuya casa era frecuentemente convertida en tertulia donde cada uno exponía sus nuevos versos, se hablaba y debatía de filosofía o de bibliografía. Manuel Acuña fue un apasionado de Rosario de la Peña. Su inmenso y desenfrenado amor por ella fue la causa, o al menos la razón mejor fundamentada, de que quedara trunca su existencia cuando ya en los círculos intelectuales era reconocido su genio, su calidad como escritor y nadie dudaba de su exitoso futuro.

¿Qué era lo que pasaba por su mente o por su atribulado corazón aquel 6 de diciembre de 1873? Es un secreto que se llevó a la tumba luego de ingerir cianuro de potasio para cortar su existencia. El cadáver del poeta, de cuyos cerrados ojos, se dice, estuvieron brotando lágrimas según él mismo lo había anticipado:

"como deben llorar en la última hora
los inmóviles párpados de un muerto"

Fue velado por sus amigos en la Escuela de Medicina, fue sepultado el día 10 de diciembre en el Cementerio del Campo Florido, con la asistencia de representaciones de las sociedades literarias y científicas, además de "un inmenso gentío" Las elegías y oraciones fúnebres con que se honró su memoria fueron nutridísimas destacándose las de Justo Sierra, que expresó con singular fortuna, en la primera estrofa de su poema, el sentimiento de dolorosa pérdida que experimentaba la concurrencia:

Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
de un porvenir feliz, todo en una hora
de soledad y hastío
cambiaste por el triste
derecho de morir, hermano mío.

Hablaron también Juan de Dios Peza, su gran amigo, Gustavo Baz y Eduardo F. Zárate, entre otros.
Posteriormente sus restos fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres del Cementerio de Dolores, donde se le erigió un monumento. En octubre de 1917, el estado de Coahuila reclamó las cenizas de Acuña que, tras de haber sido honradas con una ceremonia en la Biblioteca Nacional, fueron trasladadas a Saltillo, su ciudad natal, donde el escultor Jesús E. Contreras había realizado un notable grupo escultórico a la memoria del poeta.

De entre los versos de Manuel Acuña es bien conocido el "Nocturno" (dedicado justamente a su amada Rosario, que ha pasado de generación en generación como un canto al amor y al desengaño), o "Ante un Cadáver", que representa toda una reflexión acerca de la vida y la muerte desde el punto de vista de la materia misma y su transformación.
Manuel Acuña destacó durante su juventud, pero privó a los amantes de la poesía de ver su evolución y comprobar que estaba destinado a ser uno de los grandes en las letras mexicanas.

Prólogo de Juan de Dios Peza a las obras de Acuña:

Todo se va, todo se muere. A medida que se avanza en el camino del mundo, se van dejando pedazos del corazón sobre la fosa de cada uno de de los seres queridos que nos abandonan para siempre. Hoy es un triste aniversario para las letras nacionales: hace veinticuatro años—¡parece que fue ayer!—que el poeta más inspirado de la generación de entonces, puso fin a sus días cegado por no sabemos qué internas y pavorosas sombras. Vivíamos él y yo tan ligados, fuimos tan íntimos amigos, que puedo asegurar, sin jactancia, que pocos le estudiaron como yo tan de cerca, por lo cual juzgo un deber narrarlo sobre su vida y sobre su muerte, en esta tristísima fecha, no sólo porque a través de los años se ha adulado su historia, sino también porque muchos se interesan cuando leen sus versos en saber con toda la verdad posible cómo era, cómo vivió y cómo murió el infortunado poeta. Así es que refundiendo antiguos apuntamientos, enlazando recuerdos que todavía están frescos en mi memoria, y juzgando con mayor experiencia lo que en aquella época no pude apreciar, si encuentro ocasión oportuna para escribir un artículo en que han de campear la verdad y la justicia.

__

Manuel Acuña nació en el Saltillo, capital del Estado de Coahuila, el año 1849, y vino de catorce años, o poco menos, a esta ciudad de México, entrando como alumno interno en el colegio de S. Ildefonso. Hace él tiernísima referencia a su salida de la tierra de su padre; «Sus brazos me estrecharon Y después a los pálidos reflejos Del sol que en el crepúsculo se hundía, Sólo vi una ciudad que se perdía Con mi cuna y mis padres a lo lejos» Cursó con notorio talento los años de latinidad, matemáticas y filosofía y pasó a esa histórica Escuela de Medicina de donde han salido tantas lumbreras de las letras y de las ciencias. Lo recuerdo como si lo viera en la víspera de su fin trágico. Delgado de contextura, con la frente limpia y tersa sobre la cual se alzaba rebelde el obscuro cabello echado hacia atrás y que parecía no tener otro peine que la mano indolente que solía mesarlo; cejas arqueadas, espesas y negras, ojos grandes y salientes como si se escaparan de las órbitas; nariz pequeña y afilada; boca chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los extremos; barba aguzada y con hoyuelos; siempre vestido con levita obscura de largos faldones, rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra.

Triste en el fondo pero jovial y punzante en sus frases, sensible como un niño y leal como un caballero antiguo; le atormentaban los dolores ajenos y nadie era más activo que él para visitar y atender al amigo enfermo y pobre. Vivía en el corredor bajo del segundo patio de la Escuela de Medicina, en el cuarto número 13, el mismo cuarto que ocupó Juan Díaz Covarrubias y del cual salió para ser infamemente fusilado en Tacubaya el 11 de Abril de 1859.—Acuña tenía siempre en su derredor un cortejo de amigos que lo amábamos sin doblez, sin rencillas, sin envidia de su genio, sin censurar sus extravagancias, evitándole todos los disgustos y siendo los primeros en aplaudir sus obras. De ese cortejo han muerto Agustín F. Cuenca, Gerardo M. Silva, y viven, Javier Santa María, Juan B. Garza, Gregorio Oribe, Francisco Ortiz, Miguel Portillo, Antonio Coellar y Argomaniz, Juan de Dios Villalón y Vicente Morales que ha sido Secretario de nuestras Legaciones en Washington y en Italia. Nosotros habíamos presenciado de cerca los trabajos de aquel adolescente sublime; con las lágrimas en los ojos le vimos salir a la escena en medio de aplausos atronadores, conducido por el eminente José Valero y por Salvadora Cairón, en la noche del estreno de su drama El Pasado; temblando de gozo le admiramos cuando hizo en unos funerales estremecerse a los viejos y sabios maestros diciendo:

«La muerte no es la nada
Sino para la chispa transitoria
Cuya Luz ignorada
Pasa sin alcanzar una mirada
De la pupila augusta de la historia.»

O cuando con su brindis titulado «Un rasgo de buen humor» hizo que lo miraran sonriendo aquellos sabios severos que se llamaron Río de la
Loza, Vertiz y Barreda. Nosotros recogíamos con cuidado fraternal cada periódico en que aparecían sus versos, guardábamos los párrafos en que lo elogiaban y nos sentíamos felices con mirarle recibir cartas de su hogar lejano, y después de leerlas, besar la firma de su madre diciendo: «¡Hace muchos años que no la veo! ¡Pobrecita! Ya sólo me conoce en retrato.» Esa ausencia lo mataba. Leed su poesía «Entonces y hoy,» escrita con las lágrimas más tiernas del fondo de su pecho y veréis que es una verdad la que os digo. El viernes 5 de Diciembre de 1873, anduvimos juntos desde la mañana y nos fuimos por la tarde a la Alameda. El viento arrancaba las hojas
amarillentas de los fresnos y de los chopos que al caer bajo los pies del poeta atraían sus miradas de mayor tristeza. «Mira—me dijo mostrándome una de esas hojas que aún guardo seca por haber señalado con ella un capítulo del libro que leíamos aquella tarde;—Les feuilles d' Au- tomne» de Víctor Hugo—mira: ¡una ráfaga helada la arrebató del tronco antes de tiempo! Allí me recitó la poesía «El Génesis de mi vida» que alguien extrajo de sus papeles el día de su muerte. Era una poesía lindísima de la cual vagamente recuerdo uno que otro verso. Ya sentados en una banca de piedra me dijo: «Escribe* y me dictó el soneto «A un arroyo» poniéndome después de su puño y letra una cariñosa dedicatoria. Este soneto es el último que escribió; muchos creen que el «Nocturno» es su obra postrera, pero sus amigos nos sabíamos de memoria esos versos desde tres meses antes de aquel día a que me refiero. A propósito del «Nocturno» haré una digresión interesante. Una mañana estando en Saltillo, salimos muy temprano Jesús M. Eábago y yo, pues íbamos de expedición fuera de la ciudad. La parroquia da su espalda al Oriente, así es que el sol se alzaba detrás de la torre y enfrente, rumbo al Ocaso, se extiende una calle en que Acuña vivió cuando era niño. Al fijarse en esto me dijo Rábago: Vea V. cómo es verdad aquello de:

«El sol de la mañana
detrás del campanario, y abierta allá á lo lejos
la puerta del hogar.»

Pero reanudemos el hilo de los acontecimientos. Abandonamos la Alameda a la hora del crepúsculo, lo dejé en la puerta de una casa de la calle de Santa Isabel y me dijo al despedirnos:

—Mañana a la una en punto te espero sin falta.
—¿En punto?—le pregunté.
—Si tardas un minuto más...
—¿Qué sucederá?
—Que me iré sin verte.
—¿Te irás adónde?
—Estoy de viaje... sí... de viaje... lo sabrás después.

Estas últimas palabras cayeron sobre mi alma como gotas de fuego. Quise preguntarle más; pero él se metió en aquella casa y yo me fui triste y malhumorado como si hubiera recibido una noticia infausta. Yo sólo sabía que aquel gigantesco espíritu estaba enfermo y temía una crisis. Acuña llegó algo tarde a la Escuela en aquella noche; rompió y quemó muchos papeles que tenía guardados; escribió varias cartas listadas de negro, una para su ausente madre, otra para Antonio Coellar, otra para Gerardo Silva, dos para unas amigas íntimas. Dicen que al día siguiente se levantó tarde, arregló su habitación, se fue después a dar un baño, volvió a su cuarto a las doce, y sin duda en esos momentos, con mano segura y firme escribió las siguientes líneas: «Lo de menos será entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable— Diciembre 6 de 1873.—Manuel Acuña»

Salió después á los corredores, estuvo conversando de asuntos indiferentes, y cerca de las doce y media volvió a meterse a su cuarto. Fácil es presumir lo que sucedió entonces. Yo llegué a visitarlo a la una y minutos, porque un amigo me detuvo en la puerta de la Escuela. Encontré sobre la mesa de noche una bujía encendida y a Acuña tendido en su cama con la expresión natural del que duerme. Toqué su frente guiado por extraño presentimiento y la encontré tibia; alcé en uno de sus ojos un párpado y la expresión de la pupila me aterró; volví entonces con sobresalto el rostro hacia la mesa de noche y me encontré en ella, junto a la vela, un vaso en que se apoyaba el papel que antes he copiado. Me incliné para leerlo y un acre olor de almendras amargas me descorrió el velo de aquel misterio. Aturdido, loco, llamé a los entonces estudiantes y hoy médicos Vargas, Villamil y Oribe, que vivían en el cuarto de junto. Oribe se precipitó sobre el cadáver queriendo volverlo a la vida y le hizo una insuflación de boca a boca, a tiempo que Vargas movía el tórax para producir la respiración artificial. Todo fue en vano. Oribe cayó presa de un vértigo intoxicado por el olor del cianuro, pues Acuña había apurado cerca de dos dracmas de esta substancia. La fatal noticia circuló instantáneamente en la Escuela. El prefecto del establecimiento, Dr. Manuel Domínguez, los médicos y los alumnos que a esa hora estaban allí, acudieron al lugar del siniestro y rivalizaron en empeño y actividad para tratar de devolverle la vida ¡la vida que una hora antes le había abandonado! Llegó a pocos momentos mi amigo Francisco Sosa, y a las cuatro de la tarde el Sr. Gaxiola, Juez en turno, que dictó las medidas oportunas, concediendo que fuera en la Escuela de Medicina y no en el Hospital de San Pablo donde se hiciera la autopsia del cadáver.

Los miembros todos de la «Bohemia literaria» visitaron por la tarde al poeta muerto, que al anochecer fue colocado en la ex capilla de la Escuela. Alejandro Casarin acompañado del inolvidable Alamilla, sacó en yeso blando la mascarilla del rostro, para hacer un busto y trazó a lápiz un magnifico retrato. El cadáver estuvo constantemente velado por los alumnos de la Escuela, quienes lo inyectaron a todo costo y con todas las reglas de la ciencia. El miércoles, diez, fue el entierro, que tuvo una pompa y una majestad inusitadas. A las nueve de la mañana un inmenso gentío llenaba la plazuela de Santo Domingo, en tanto que en el interior de la Escuela de Medicina se agrupaban los representantes de las sociedades científicas, literarias y de obreros. Los hombres más notables, los profesores más distinguidos, estaban allí dispuestos a acompañar al infortunado soñador de veinticuatro años. El gran Ignacio Ramírez había dicho al saber la muerte de Acuña: «Es una estrella que se apaga.» Altamirano que lo distinguía y mimaba como a un hijo, habíase sentido enfermo de pesar con la triste noticia, y el sabio Río de la Loza a pesar de sus arraigadas convicciones religiosas, ordenó como director de la Escuela, que no se omitieran gastos para enterrar a Acuña como lo exigía su talento. Para no mutilar aquel cadáver querido, se extrajo del estómago el veneno con una bomba exofagiana, y después lo inyectaron cuidadosamente los más inteligentes alumnos. Durante el tiempo que estuvo tendido y expuesto al público en la ex capilla de la Escuela, se recibieron multitud de coronas y de ramilletes remitidos por corporaciones y admiradores particulares. Sea por el efecto del embalsamiento, sea porque los tejidos se estrecharon por la rigidez, el hecho es que de los cerrados ojos del poeta estuvieron brotando lágrimas constantemente: lloraba, como lo había dicho en una estrofa:

«¡Cómo deben llorar en la última hora
Los inmóviles párpados de un muerto!»


A las diez los amigos íntimos de Acuña cargamos en hombros su cadáver y salimos de la Escuela en medio de un silencio y de una consternación profunda. Detrás de nosotros iban los comisionados de las Sociedades Literarias presidiendo las del «Liceo Hidalgo,» la «Concordia» y el «Porvenir;» de las científicas presididas por la de Geografía y Estadística y la Filoiátrica, una diputación del Gran Círculo de Obreros y después todos los invitados. Por detrás iba el carro fúnebre más elegante de la capital llevando en su remate una lira de oro con las cuerdas rotas y sobre ella la corona alcanzada por el poeta en el estreno de su drama. En pos del carro fúnebre iban más de cien carruajes particulares. El cortejo recorrió las calles de la Cerca de Santo Domingo, Esclavo, Manrique, San José el Real, San Francisco, San Juan de Letrán y Hospital Real, continuando en línea recta hasta el cementerio del Campo Florido. Allí, bajo un cobertizo de madera en donde se puso una tribuna se le tributaron los últimos honores. Los alumnos Manuel Rocha, Porfirio Parra y Francisco Frías y Camacho hablaron en nombre de la Sociedad Filoiátrica y Gustavo Baz en nombre del Liceo Hidalgo. En seguida ocupó la tribuna Justo Sierra.—Acuña quería con profunda ternura a Justo, le miraba como a hermano sabio y erudito y la aparición de éste en aquellos instantes causó inmensa sensación en todos los presentes. Dice Franz Cosmes en una crónica de entonces, al hablar de Justo Sierra, lo siguiente: «Sólo los que hayan oído alguna vez esa palabra poderosa, hija de un cerebro de luz y de un corazón de fuego, podrán concebir hasta donde se remontó esa imaginación audaz, llorando sobre el cadáver de su hermano. No era un dolor común el que expresaba, era el grito de desesperación de la humanidad por la pérdida de uno de sus apóstoles, el sollozo trémulo de la poesía por la muerte de uno de sus hijos.»

«El sólo pudo comprender esas aspiraciones sin límites del poeta que en un mundo raquítico se ahogaba.»
En efecto, sólo Sierra condensó la vida del poeta en admirables versos captándose la respetuosa veneración del auditorio desde que comenzó
diciendo:

«Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
De un porvenir feliz, todo en una hora
De soledad y hastío,
Cambiaste por el triste
Derecho de morir, hermano mío!»

Hablaron después en nombre de la sociedad «El Porvenir» los señores Ramírez de Arellano y Francisco de A. Lerdo; luego el inspirado José Rosas Moreno leyó una poesía hermosísima; ocuparon la tribuna Eduardo E. Zarate y José Rafael Alvarez por la Sociedad Literaria «La Concordia;» Pedro Porrez, Vicente Fuentes, Alberto del Frago que leyó unos versos de José María Valenzuela y Becerril, José Carrillo, Julián Montiel y el último el que estas líneas escribe. Hablé en nombre de los amigos íntimos de Manuel: tenía yo entonces veintiún años y hablé llorando... A las doce del día el primer puñado de tierra cayó sobre el ataúd, la piqueta del sepulturero resonó huecamente en aquel sitio y todos nos separamos conmovidos.

«¡Ay! de aquella mañana a esta mañana,
de aquel sol a este sol.»

Como dice el poeta, han corrido fugaces veinticuatro años.
Debajo de la tierra en que ya han brotado flores nuevas, ocultos por un manto de fresco césped sobre el cual arrastra el viento las hojas secas, durmiendo están para no despertar nunca, muchos de los maestros, de los amigos y de los compañeros del poeta: Ignacio Ramírez, Ignacio M. Altamirano, Vicente Riva Palacio, Flores, Rosas, Moreno, Francisco Lerdo, Plaza, Alamilla, Manuel Oca Ranza, pero sería larga e interminable la lista de los que han bajado a la eterna sombra.

Los versos de Acuña han recorrido todos los dominios de la lengua castellana y en todas partes los admiran y los repiten, pues entre ellos hay muchos que bastan para revelar su genio. Acuña fue victima del hastío, de la nostalgia moral, de esa enfermedad sin nombre que marchita las flores del alma cuando apenas están en capullo. En sus últimos días vivía de una manera extraña: sus vigilias eran constantes; leía y escribía hasta el amanecer; gustaba de tomar un café espeso, al que llamaba Manuel Flores «el néctar negro de los sueños blancos» y aparentaba una jovialidad que servía de antifaz a su secreta tristeza. Su trágica muerte es el resultado de un extravío cerebral: nadie aparece como causa de ella y son consejas triviales las que corren en boca del vulgo. En el Saltillo han honrado su memoria construyendo un precioso teatro que lleva su nombre y que tiene el patio en forma de lira. En México, debido al constante empeño de algunos de sus amigos especialmente de Luis A. Escandón y de Agapito Silva, se le construyó un monumento qne en esta fecha está concluído ya en el cementerio de Dolores, a donde han sido con orden de la Autoridad trasladados sus restos. Dicen que al exhumar los restos en la mañana del veintinueve de Noviembre, encontraron intacta la ropa, cubriendo los huesos; tenía todo el cabello que cayó del cráneo al primer impulso del aire, y el Dr. Abel F. González le encontró en la bolsa del chaleco una peseta del año de 1830. Acuña «si tan prematuramente no se roba a su propia gloria» como me dice hablando de él el inspirado Núñez de Arce, sería hoy una de las más altas personalidades literarias de México. Las composiciones que dejó escritas revelan todo lo que pudo llegar a ser: el destino apagó la llama de su vida, pero no logrará extinguir su imperecedera memoria.

Juan de Dios Peza

México, 1897

1.10.11

Roberto Bolaño


"Cuando muera, una parte de mi volverá a México.
Los restos cremados de mi brazo derecho y mi pierna izquierda.
A Chile, le dejo mis intestinos, el aparato digestivo y mis entrañas (…)
Y a Anagrama le dejo mis ojos
para que sean exhibidos en la entrada de la editorial,
ensartados en lanzas".
Roberto Bolaño

Conocí a Roberto Bolaño al mismo tiempo que conocí el pequeño Blanes, un poblado a 100 kilómetros de Barcelona y el hogar final de este gran escritor chileno.

Acompañaba a un amigo que entre los planes del viaje tenía considerado ver a Roberto, a quién hasta el momento, sólo conocía por e-mail. Cuando llegamos a tierra catalana lo llamó y de inmediato hicieron planes para comer.

Blanes es un lugar muy pequeño, y sin embargo nos tardamos tanto en encontrar la dirección, que la familia Bolaño se fue a comer sin nosotros. Cuando por fin logramos encontrarnos, y ante el apetito que habíamos guardado para la ocasión, nos invitaron pan con tomate y vino en la sala de su hogar. Ahí recibió Roberto con nostalgia la bolsa aromática que le llevó mi amigo, un recuerdo de su paso por el café La Habana y el olor de mis cigarros Delicados, los que no olvidaba. Ya no fumaba mucho ni podía beber café, debido a su hígado enfermo, pero los aromas no le hacían ningún daño y la memoria, menos.

Su departamento estaba lleno de libros, como se espera de alguien para quién la literatura, más que escribir, se trata de leer. Había sobre todo libros de Borges, respetados incluso por sus pequeños hijos, más interesados (Lautaro) en los video juegos o (Alexandra) en sus propios libros.

El café y los cigarros, que compartí con Carolina, esposa de Roberto, llevaron de inmediato la conversación al lugar que teníamos en común: México estaba siempre en sus recuerdos.

Vivió en la colonia Juárez a los 15 años, junto a su madre y su hermana. Hizo entrañables amigos, pero Mario Santiago “Papasquiaro” fue de los más queridos. Fundó con ellos un movimiento contra la cultura oficial, al que llamó “Infrarrealismo”, y juntos gustaban de leer y comentar poesía, armar juergas y, en alguna ocasión, terminar la fiesta haciendo un escándalo en donde apareciera el aristocrático Octavio Paz.

Los infrarrealistas habían cometido el pecado de meterse con una de las glorias nacionales de la poesía y el precio que pagaron fue el veto en todas las publicaciones y espacios culturales de México.

Con todo y eso, Bolaño auguraba que ellos escribirían la literatura clásica de su tiempo: “Los infrarrealistas somos soles negros, de esos que no se ven pero que atraen la luz, materia condensada a tal grado que hace caer a la energía por su peso”. Lo cierto es que cuando él se fue de México, los soles negros dejaron de atraer luz y se hundieron en la oscuridad de la que salieron en dos ocasiones a la luz mediática: cuando murieron Mario Santiago (1997) y el propio Roberto (2003).

En esos años Bolaño era un poeta que iba en contra de la cultura establecida y por ello, oficialmente no era más que un revoltoso. Sin embargo, el camino que lo llevó al reconocimiento internacional (un mérito que para él sólo valía si aportaba algo al fondo de su cuenta corriente), fue el de la narrativa.

Cuentan quienes lo conocieron en aquellos años, que se fue de México harto del acoso policial. Un dato curioso: No era buscado por los libros que se robaba de las librerías del centro histórico, pues aunque alguna vez lo atraparon en la sólo le quitaron el objeto del hurto y lo pusieran en la calle.

La razón del hostigamiento era que el novio de su hermana había cometido un delito mayor y, suponiendo que la familia Bolaño estaría enterada de su paradero, insistían especialmente en buscar a Roberto hasta que fue agobiante y decidió irse del país.

Nosotros preferimos no preguntar nada de eso. Hablamos de su preferencia por las rubias sobre las morenas, de la novia mexicana (y morena) que le hizo ver su suerte, de escritores mexicanos a quiénes admiraba o simplemente conocía, de sus tardes en el Café La Habana, de su antipatía por Octavio Paz, etcétera.

Cuando terminamos con dos botellas de vino y varios panes con tomate, le pregunté si volvería a México al menos de visita y dijo que preferiría no hacerlo, pero aún así, se notaba emocionado por charlar de sus tiempos acá. Lo preguntaba todo. Quién gobernaba, cómo estaba ahora el barrio de Tepito y sobre todo, si había nueva información acerca de los asesinatos de mujeres en Juárez.

Acerca de esto, habló entusiasmado de un libro que preparaba en ese momento, que ya estaba cerca de las mil páginas. En uno de los capítulos había capturado a mi amigo como personaje, justamente en el que aborda el tema de Juárez.

Ya queríamos leerlo. Picó nuestra curiosidad con tantos planes sobre si sería un solo libro, o dos, o si lo dividiría en cuatro partes, y hacíamos cálculos sobre la fecha de su publicación cuando Roberto lo terminara. Finalmente, cuando ya nosotros no estábamos ahí, decidió que sería un libro en cinco partes que podrían leerse de manera independiente, pero la quinta se quedó en la fase de redacción y a Roberto no lo volvimos a ver nunca. Murió ocho meses después de este encuentro, el 14 de julio de 2003.

“2666”, título del libro que escribía cuando hablamos de él, llegó a las mil ciento veintiocho páginas y fue publicado por Anagrama seis meses después del deceso.

Nuestra despedida fue a través de un homenaje que hicimos en Bellas Artes con el pretexto del lanzamiento de “El gaucho insufrible”, que estaba preparándose antes de su ingreso al Hospital Valle de Hebrón.

Invitamos a conocidos de Bolaño y a lectores de su obra. Nos dieron un salón pequeño para la presentación, de modo que desde la mesa de los comentaristas se podía reconocer el rostro de cada asistente, excepto el de algunas personas que llegaron tarde, con caras melancólicas y aspecto hippie. Todos ellos entrados en los cuarenta y algo más.

Durante el brindis de honor con tintes de velorio, los “fantasmas” tocaban canciones tristes y rasgaban una guitarra. Los organizadores seguíamos sin enterarnos quiénes eran aquellos melancólicos, hasta que se agotó el vino y la gente empezó a despedirse. Antes de salir, uno de ellos se acercó para obsequiarme un ejemplar de “La zorra vuelve al gallinero” una revista que fundó Roberto con su grupo de poetas políticamente incorrectos. Eran los infrarrealistas, que a su manera, también habían venido a despedirse.
Publicado por Leonardo


Paola Tinoco

24.9.11

"Mil veces mujer... A pesar de todo" de Rosa Alcayaga Toro

Uno de los fenómenos que caracteriza a la cultura contemporánea es la presencia diferenciada de una literatura femenina. Mujeres escritoras han existido desde los orígenes mismos de la escritura -hay una lista de nombres universales que va desde Safo y Sor Juana hasta la Anaís Nin y por qué no decirlo, Isabel Allende. Lo que se ha agregado en las últimas décadas es el reconocimiento institucional y crítico de que se trata de una literatura específica, con su propio mercado y canales de difusión, con su propia perspectiva sobre el objeto de la literatura, es decir, los avatares de la existencia humana en todas sus manifestaciones y bajo todas las condiciones.

En Chile la literatura femenina, no siempre feminista, aparece un poco más tarde que en el "hemisferio norte"-alias del mundo desarrollado en los documentos de las organizaciones para el desarrollo- y brota tanto de la toma de conciencia de la especificidad social, de género, y quizás cultural de la mujer en el país, como de la influencia extranjera, lo que no es raro, ya que además del fenómeno de la globalización, la inserción de Chile en la economía global de mercado le ha dado un renovado prestigio en el país a lo que proviene sobre todo de América del Norte, en ese proceso tan mecánico como natural que hace que la cultura sea determinada por la realidad económica y social.

Además de la problemática de la mujer, otro de los componentes textuales de este libro de relatos de Rosa Alcayaga es el marxismo, que subyace a las diversas manifestaciones políticas y culturales de la(s) izquierda(s) y que ha argumentado con el feminismo que la desigualdad perenne de la mujer se debe enfocar en el marco de la lucha de clases. Pero esta colección de cuentos brinda su espacio también a otros componentes, que van desde el exilio, ya connatural a la cultura chilena contemporánea, hasta la experiencia del sexo en la mujer madura. La textura de este volumen es rica en materialidad y concreción, distinta quizás de la mayor parte de la escritura que podría denominarse masculina, más cercana al lenguaje que a la materia, a los acontecimientos de la trama que a la exploración minuciosa de la relación con el otro. Además, este libro está lejos de cierta narrativa femenina más de 'corriente principal', que discurre fácilmente en el terreno del lenguaje y enhebra anécdota tras anécdota de personajes bellos o estereotípicos, acercándose a la soap opera, que por otro lado se insinúa incluso en cierta cinematografía chilena reciente.

En este volumen de cuentos, o mejor de narraciones breves, la forma es variada, ya que abarca lo que sería el poema en prosa, como el texto Sexo masculino (p.53), el minicuento, presente en Un alcatraz de oro para cada niña (p.105), o la nouvelle, Conocí la muerte volando en una camisa blanca (p.129). En la prosa existen múltiples niveles de narración y ficción, desde esa voz que un lector percibe como la del autor, hasta el narrador impersonal omnisciente que no nos habla directamente a nosotros en tanto lectores. Las narraciones de este volumen podrían haberse hilado en una novela en primera persona, que el lector asumiría de partida como autobiográfica, ya que si algo unifica a los relatos, es la voz que los entrega, a la que percibimos de manera inmediata como unitaria y subyacente a estos textos que se presentan como ficción, pero que se leen como realidad, como autobiografía o testimonio, siendo esta dimensión lo que les otorga en gran medida esa rica concreción a la que antes nos referíamos.

Una suerte de pansexualismo existencial permea estos relatos. El erotismo que es casi marca registrada en la literatura escrita por mujeres, aquí es tan natural como funcional, nunca gratuito, sino engarzado en la escueta y casi inexistente trama de la mayoría de los relatos, en que el acontecer sirve más bien de gatillo para mostrar circunstancias vitales. En una sociedad sacada de sus clavijas por el golpe de estado de 1973 -que de algún modo es un 'acabo de mundo', si asumimos la unidad de la voz que hilvana estos textos- el sexo tiene un aspecto dual, positivo y negativo. Por un lado asume un papel central de autovalidación y encuentro con el otro en una atmósfera de desencuentro urbano, y por otro se revela como elemento central de la explotación y degradación femeninas, de la desigualdad social y cultural de la mujer.

La mencionada pluralidad de formas en el libro, la ocasional muestra de la tensión a que se somete el lenguaje, los frecuentes pasajes reflexivos, señalan hacia un sentido en construcción. Es como si todos los aspectos que se intenta integrar y configurar rebasaran en cierto modo las posibilidades no sólo de entregar, sino de captar ese sentido global que se escapa. Así, hay una actitud narrativa que no se agota en la entrega de un significado claro a través de una forma determinada, sino que parece buscar tanto ese sentido como su expresión adecuada, fenómeno por otra parte presente en otros autores chilenos, que hace que su prosa asuma a veces marcadas características experimentales.

Así, esta obra puede ser vista como un work in progress, que parece hacerse frente y junto al lector. Además hay un hiato entre la temática de la condición y situación femenina, tematizada en la mayoría de las narraciones, y el aspecto por así decir histórico, presente en forma puntual a lo largo de los relatos como marco de referencia o circunstancia, que constituye el tema de la novela corta Conocí la muerte volando en una camisa blanca, que se lee como testimonio vivencial del golpe militar. Aquí se da espacio a una contradicción entre el ideal y la realidad. La experiencia vivida en el momento del golpe es lo que permite rescatar el ideal, ya que éste vuelve a asumirse de manera retrospectiva como la única actitud posible, en términos humanos y por tanto auténticos: "Ni perdón ni olvido. Es una decisión personal. Un acto personalísimo" (p. 154). Un tema reiterado es el de la ilusión; "A nosotros nos hablaron del proletariado. Que sólo bastaba la mayoría en las urnas. Nunca quisimos creer que podíamos perder. Ilusos" (p.154). Esa autenticidad y fusión en lo colectivo se dan dentro del marco ideológico de la llegada al poder de la izquierda mediante elecciones, en un contexto en que la lucha de clases es el motor de la historia, lo que crea una contradicción básica. La experiencia colectiva vivida como histórica es lo que en definitiva rescata esa experiencia desde la inadecuación de los medios respecto a los fines y la ecuación errada respecto al poder: "Recordé las palabras de los jóvenes vietnamitas. Sin armas no serán nada" (p. 152). Es la solidaridad en la tarea compartida, el sacrifico personal reproducido colectivamente en pos de una sociedad justa, y la marca de sufrimiento lo que señalará desde ahí en adelante dos campos irreconciliables, el de los victimarios o sus cómplices y el de las víctimas.

El libro parece decirnos que, en definitiva, si se frustró el sueño de sentido colectivo, en que se podían redimir los sufrimientos y carencias individuales, lo que queda debe asumirse cara a cara y sin tapujos, siendo lo más importante la asunción del ser concreto, es decir en esta caso mujer, aquí en la tierra y en este Santiago (u otra megaciudad contemporánea cuyo estado de ánimo (Stimmung) es la alienación), en que envejecemos y nos sentimos solos, y que la relación con otro se busca como el premio de consuelo para la salvación personal frente al colectivo perdido.

Chile, Editorial Gráfica Euclides, Jorge Etcheverry, San Miguel Santiago 2001.

16.9.11

SOMOS CINCO MIL - VICTOR JARA

Somos cinco mil aquí.

En esta pequeña parte de la ciudad.

Somos cinco mil.

¿Cuántos somos en total
en las ciudades y en todo el país?

Somos aquí diez mil manos
que siembran y hacen andar las fábricas.

¡Cuánta humanidad
con hambre, frío, pánico, dolor,
presión moral, terror y locura!

Seis de los nuestros se perdieron
en el espacio de las estrellas.

Un muerto, un golpeado como jamás creí
se podría golpear a un ser humano.

Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores,
uno saltando al vacío,
otro golpeándose la cabeza contra el muro,
pero todos con la mirada fija de la muerte.

¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!

Llevan a cabo sus planes con precisión artera sin importarles nada.
La sangre para ellos son medallas.
La matanza es acto de heroísmo.

¿Es éste el mundo que creaste, Dios mío?
¿Para esto tus siete días de asombro y trabajo?

En estas cuatro murallas sólo existe un número que no progresa.
Que lentamente querrá la muerte.

Pero de pronto me golpea la consciencia
y veo esta marea sin latido
y veo el pulso de las máquinas
y los militares mostrando su rostro de matrona lleno de dulzura.

¿Y Méjico, Cuba, y el mundo?
¡Qué griten esta ignominia!

Somos diez mil manos que no producen.
¿Cuántos somos en toda la patria?

La sangre del Compañero Presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.

Así golpeará nuestro puño nuevamente.
Canto, que mal me sales
cuando tengo que cantar espanto.

Espanto como el que vivo, como el que muero, espanto.

De verme entre tantos y tantos momentos del infinito
en que el silencio y el grito son las metas de este canto.

Lo que nunca vi, lo que he sentido y lo que siento
hará brotar el momento....


Víctor Lidio Jara Martínez (San Ignacio, 28 de septiembre de 1932 - Santiago, 16 de septiembre de 1973) fue un músico, cantautor y director de teatro chileno.

11.9.11

Roberto Piva: Un extranjero en la legión

La ciudad enfocada con su gran angular se parece más a São Paulo del siglo XXI de que a uno de 40 años atrás.
Como no reconocer este sistema urbano-industrial en versos como: “soñé que era un ángel y las putas de São Paulo avanzaban en la densidad exasperante”. Publicó Paranoia el año 1963, su primer libro el entonces joven poeta Roberto Piva, tenia 25 años. Sus versos de largo aliento abrirán rumbos nuevos en la realidad con una contundencia jamás vislumbrada en la poesía brasileña. Entrevistado por Ademir Assunção nos dice ante la pregunta ¿para qué escribir? El propio Kerouac responde: continuar escribiendo para nada. Roberto Piva continua activo, curioso y critico de los sistemas de represión, sean políticos o poéticos, que apartan al ser humano de la verdadera experiencia. Es extremadamente erudito y detenta un repertorio de lecturas rarísimo entre los intelectuales brasileños. En una reciente entrevista cita a Walter Benjamín, que define la poesía como: “una historiografía del inconsciente”. Piva responde: Historiografía inconsciente. Es una visión arquetípica de la poesía que estaría presente en todos los seres humanos y acentuadamente en los poetas, que desenvuelven esa visión mediante técnicas arcaicas de éxtasis. De acuerdo con Jung, los locos, los niños y los poetas son quienes tienen en su inconciente imágenes de las culturas arcaicas.

Piva cree que el arte está próximo a la locura por el delirio de la imaginación. Que la poesía es un arte de minoría y agrega que el siglo XX no será conocido como el siglo del marxismo, pero sí como del surrealismo, pues este es la puerta de emergencia que se abre para salir de todas las pesadillas. Las vanguardias industriales son prefreudianas porque desprecian el inconsciente. Elsurrealismo aprende de Freud y una parte de los surrealistas ya habían desembarcado también en Jung. Piva dialoga poéticamente con Murilo Mendes y Jorge de Lima, por aquel surrealismo ebrio de Murilo Mendes y el libro Invención de Orfeo del poeta Jorge de Lima, en ambos identifica una tradición visionaria en la poesía de Brasil. Del poeta Oswald de Andrade, nos dice que tiene una gran importancia por su llamado de atención para las culturas indígenas brasileras, la unión con lo sagrado, la llamada del sentido órfico, no puede ser perdido en el hombre. Citando a Nietzsche, nos dice que para los que viven solitarios o en pares aún existen islas donde se respira el perfume de los mares silenciosos.

30.8.11

Vicente Huidobro

MONUMENTO AL MAR

Paz sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas como los hombros de la multitud
Paz en el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios
Paz sobre los tambores del orgullo y las pupilas tenebrosas
Y si yo soy el traductor de las olas
Paz también sobre mí.

He aquí el molde lleno de trizaduras del destino
El molde de la venganza
Con sus frases iracundas despegándose de los labios
He aquí el molde lleno de gracia
Cuando eres dulce y estás allí hipnotizado por las estrellas

He aquí la muerte inagotable desde el principio del mundo
Porque un día nadie se paseará por el tiempo
Nadie a lo largo del tiempo empedrado de planetas difuntos

Este es el mar
El mar con sus olas propias
Con sus propios sentidos
El mar tratando de romper sus cadenas
Queriendo imitar la eternidad
Queriendo ser pulmón o neblina de pájaros en pena
O el jardín de los astros que pesan en el cielo
Sobre las tinieblas que arrastramos
O que acaso nos arrastran
Cuando vuelan de repente todas las palomas de la luna
Y se hace más oscuro que las encrucijadas de la muerte

El mar entra en la carroza de la noche
Y se aleja hacia el misterio de sus parajes profundos
Se oye apenas el ruido de las ruedas
Y el ala de los astros que penan en el cielo
Este es el mar
Saludando allá lejos la eternidad
Saludando a los astros olvidados
Y a las estrellas conocidas.

Este es el mar que se despierta como el llanto de un niño
El mar abriendo los ojos y buscando el sol con sus pequeñas
/manos temblorosas
El mar empujando las olas
Sus olas que barajan los destinos

Levántate y saluda el amor de los hombres

Escucha nuestras risas y también nuestro llanto
Escucha los pasos de millones de esclavos
Escucha la protesta interminable
De esa angustia que se llama hombre
Escucha el dolor milenario de los pechos de carne
Y la esperanza que renace de sus propias cenizas cada día.

También nosotros te escuchamos
Rumiando tantos astros atrapados en tus redes
Rumiando eternamente los siglos naufragados
También nosotros te escuchamos

Cuando te revuelcas en tu lecho de dolor
Cuando tus gladiadores se baten entre sí

Cuando tu cólera hace estallar los meridianos
O bien cuando te agitas como un gran mercado en fiesta
O bien cuando maldices a los hombres
O te haces el dormido
Tembloroso en tu gran telaraña esperando la presa.

Lloras sin saber por qué lloras
Y nosotros lloramos creyendo saber por qué lloramos
Sufres sufres como sufren los hombres
Que oiga rechinar tus dientes en la noche
Y te revuelques en tu lecho
Que el insomnio no te deje calmar tus sufrimientos
Que los niños apedreen tus ventanas
Que te arranquen el pelo
Tose tose revienta en sangre tus pulmones
Que tus resortes enmohezcan
Y te veas pisoteado como césped de tumba

Pero soy vagabundo y tengo miedo que me oigas
Tengo miedo de tus venganzas
Olvida mis maldiciones y cantemos juntos esta noche
Hazte hombre te digo como yo a veces me hago mar
Olvida los presagios funestos
Olvida la explosión de mis praderas
Yo te tiendo las manos como flores
Hagamos las paces te digo
Tú eres el más poderoso
Que yo estreche tus manos en las mías
Y sea la paz entre nosotros

Junto a mi corazón te siento
Cuando oigo el gemir de tus violines
Cuando estás ahí tendido como el llanto de un niño
Cuando estás pensativo frente al cielo
Cuando estás dolorido en tus almohadas
Cuando te siento llorar detrás de mi ventana
Cuando lloramos sin razón como tú lloras

He aquí el mar
El mar donde viene a estrellarse el olor de las ciudades
Con su regazo lleno de barcas y peces y otras cosas alegres
Esas barcas que pescan a la orilla del cielo
Esos peces que escuchan cada rayo de luz
Esas algas con sueños seculares
Y esa ola que canta mejor que las otras

He aquí el mar
El mar que se estira y se aferra a sus orillas
El mar que envuelve las estrellas en sus olas
El mar con su piel martirizada
Y los sobresaltos de sus venas
Con sus días de paz y sus noches de histeria

Y al otro lado qué hay al otro lado
Qué escondes mar al otro lado
El comienzo de la vida largo como una serpiente
O el comienzo de la muerte más honda que tú mismo
Y más alta que todos los montes
Qué hay al otro lado
La milenaria voluntad de hacer una forma y un ritmo
O el torbellino eterno de pétalos tronchados

He ahí el mar
El mar abierto de par en par
He ahí el mar quebrado de repente
Para que el ojo vea el comienzo del mundo
He ahí el mar
De una ola a la otra hay el tiempo de la vida
De sus olas a mis ojos hay la distancia de la muerte

*
AEROPLANO

Una cruz
se ha venido al suelo

Un grito quebró las ventanas
Y todos se inclinan

sobre el último aeroplano

El viento
que había limpiado el aire
Naufragó en las primeras olas
La vibración
persiste aún
sobre las nubes

Y el tambor
llama a alguien
Que nadie conoce

Palabras

tras los árboles

La linterna que alguien agitaba
era una bandera
Alumbra tanto como el sol

Pero los gritos que atraviesan los techos

no son de rebeldía

A pesar de los muros que sepultan

LA CRUZ DEL SUR

Es el único avión

que subsiste

*
3

Me alejo en silencio como una cinta de seda
Paseante de arroyos
Todos los días me ahogo
En medio de plantaciones de plegarias
Las catedrales de mis ternuras cantan a la noche bajo el agua
Y esos cantos forman las islas del mar

Soy el paseante
El paseante que se parece a las cuatro estaciones

El bello pájaro navegante
Era como un reloj envuelto en algodón
Antes de volar me ha dicho tu nombre

El horizonte colonial está cubierto todo de cortinajes
Vamos a dormir bajo el árbol parecido a la lluvia




20.8.11

La ópera de cuatro cuartos

La pieza de Brecht con canciones sobre el gángster Macheath, conocido como Mackie el Navaja, constituyó el mayor éxito teatral de los años veinte. La obra estuvo casi un año en cartel en el teatro Shiffbauerdamm, de Berlín, situado frente a la plaza que en la actualidad lleva el nombre del autor.
La acción de La ópera de cuatro cuartos transcurre en el Londres victoriano, en un ambiente de bandidos de diversa calaña. Sus dos protagonistas, el rey de los mendigos Peachum y el gángster Mackie el Navaja, son hombres de negocios que dirigen su actividad (criminal) con el rigor y la profesionalidad de una empresa burguesa. Con gran ironía, Brecht, que se hizo marxista en los años veinte, representaba ante su entusiasmado público burgués la idea de que es lo mismo ser empresario que criminal, es decir, que el capitalismo es un delito organizado.
La idea fundamental no permitía prever precisamente el éxito legendario que la obra tuvo entre el público burgués. Cuando, posteriormente, Brecht intentó explicarse este fenómeno, concluyó que la preferencia del burgués por las historias de maleantes se debe a que éste cree que los ladrones no son burgueses, pero que esto resulta tan falso como la presunción de que los burgueses no son ladrones. Brecht atacaba a su público de una manera tan entretenida que todavía hoy es ésta su obra más conocida.
La ópera de cuatro cuartos es la revisión y modernización llevada a cabo por Brecht de una parodia musical del siglo XVIII: The beggar's Opera (La ópera de los mendigos) del inglés John Gay. Con su comedia de pícaros, Gay había puesto al gobierno de su época en la mira. El jefe de ladrones Macheath era el poco agraciado retrato del entonces Primer Ministro británico, Robert Walpole, y la banda que lo acomañaba representaba su gabinete.
En la versión de Brecht, el rey de los mendigos Peachum es el jefe de la empresa " Amigo del mendigo". Gestiona su negocio de la compasión con diligencia profesional. Para ablandar el corazón de sus conciudadanos viste a sus colaboradores con ropa raída y pobre y les procura una apariencia mísera con costras, moretones y prótesis artificiales. Si uno engorda demasiado, lo despide porque el sobrepeso no provoca compasión. Los negocios de Peachum marchan fabulosamente. No es ajeno a su éxito el hecho de que posea el monopolio de la mendicidad: aquél que quiera mendigar en Londres tiene necesariamente que tratar con él. Los pordioseros deben obtener una licencia suya para poder trabajar y han de entregar la mayor parte de sus ingresos al rey de los mendigos.
Si Peachum controla la mendicidad, el monopolio del hurto callejero y del robo pertenece al gángster Makie el Navaja. Pese al acordado reparto de territorios laborales, Peachum y Mackie se enfrentan por una "mercancía" sobre la que ambos creen tener derecho: Polly, la hija de Peachum, que se ha casado con Makie contra la voluntad de su padre. Dado que, para Peachum ( y también en la opinión de Brecht, para toda la burguesía) incluso la boda de una hija es sólo un negocio, intenta sacar partido del fallido trato, aunque sea con posterioridad. Traiciona a su yerno denunciándolo ante la policía. Makie el Navaja termina en la cárcel y está previsto que sea ahorcado. En el último momento, llega la salvación desde las más altas instancias: la rein indulta al bandido y le da un título de nobleza. Le regala un palacio y una renta vitalicia. Ha triunfado la injusticia. Brecht escribió La ópera de cuatro cuartos como una crítica al capitalismo y camufló en su alegre opereta sus convicciones marxistas. Brecht insistió mucho en que los actores no cayeran en la tentación de representar a los bandidos como granujas sino todo lo contrario, es decir, personas respetables que sencillamente ejercen una actividad profesional sucia. En la escena de la boda de Mackie, en la que éste hace que se traigan montones de muebles robados, Brecht tenía la intención de mostrar las circunstancias que la sociedad burguesa impone al hombre que quiere fundar una familia: en el capitalismo, un burgués padre de familia tiene que convertirse forzosamente en un bandido si quiere mantener decentemente a los suyos. Polly, esposa de ladrón, hija burguesa en una sola persona, se metamorfosea en una mercancía que se intercambia entre hombres. Su amor por Mackie no cabe en su mundo social, porque en ese mundo no cuentan los sentimientos. El punto principal de la obra radica en que la liberación de Mackie es entonces justa, pero no porque el bandido sea inocente, sino porque Brecht considera que no hace nada que los demás no hagan: negocios sucios.

Fuente: A.L.López-Cultura, Bertolt Brecht

4.8.11

Leopoldo Lugones - Lluvia de fuego


Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta. Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida...

A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá, partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pabilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera, cesaron de cantar. Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.

Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?... Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos. En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas.