Me propongo suscitar ahora la cuestión de la violencia en el terreno político. No es fácil. Lo que Sorel escribió hace sesenta años, “los problemas de la violencia siguen siendo muy oscuros” es tan cierto ahora como lo era entonces. He mencionado la repugnancia general a tratar a la violencia como a un fenómeno por derecho propio y debo ahora precisar esta afirmación.
Si comenzamos una discusión sobre el fenómeno del poder, descubrimos pronto que existe un acuerdo entre todos los teóricos políticos, de la Izquierda a la Derecha, según el cual la violencia no es sino la más flagrante manifestación de poder. “Toda la política es una lucha por el poder; el último género de poder es la violencia”, ha dicho C. Wright Mills, haciéndose eco de la definición del Estado de Max Weber: “El dominio de los hombres sobre los hombres basado en los medios de la violencia legitimada, es decir, supuestamente legitimada”. Esta coincidencia resulta muy extraña, porque equiparar el poder político con “la organización de la violencia” sólo tiene sentido si uno acepta la idea marxista del Estado como instrumento de opresión de la clase dominante. Vamos por eso a estudiar a los autores que no creen que el cuerpo político, sus leyes e instituciones, sean simplemente superestructuras coactivas, manifestaciones secundarias de fuerzas subyacentes. Vamos a estudiar, por ejemplo, a Bertrand de Touvenel, cuyo libro Sobre el poder es quizá el más prestigioso y, en cualquier caso, el más interesante de los tratados recientes sobre el tema. “Para quien —escribe— contempla el despliegue de las épocas la guerra se presenta a sí misma como una actividad de los Estados que pertenece a su esencia”. Esto puede inducirnos a preguntar si el final de la actividad bélica significaría el final de los Estados. ¿Acarrearía la desaparición de la violencia, en las relaciones entre los Estados, el final del poder?