1.10.11

Roberto Bolaño


"Cuando muera, una parte de mi volverá a México.
Los restos cremados de mi brazo derecho y mi pierna izquierda.
A Chile, le dejo mis intestinos, el aparato digestivo y mis entrañas (…)
Y a Anagrama le dejo mis ojos
para que sean exhibidos en la entrada de la editorial,
ensartados en lanzas".
Roberto Bolaño

Conocí a Roberto Bolaño al mismo tiempo que conocí el pequeño Blanes, un poblado a 100 kilómetros de Barcelona y el hogar final de este gran escritor chileno.

Acompañaba a un amigo que entre los planes del viaje tenía considerado ver a Roberto, a quién hasta el momento, sólo conocía por e-mail. Cuando llegamos a tierra catalana lo llamó y de inmediato hicieron planes para comer.

Blanes es un lugar muy pequeño, y sin embargo nos tardamos tanto en encontrar la dirección, que la familia Bolaño se fue a comer sin nosotros. Cuando por fin logramos encontrarnos, y ante el apetito que habíamos guardado para la ocasión, nos invitaron pan con tomate y vino en la sala de su hogar. Ahí recibió Roberto con nostalgia la bolsa aromática que le llevó mi amigo, un recuerdo de su paso por el café La Habana y el olor de mis cigarros Delicados, los que no olvidaba. Ya no fumaba mucho ni podía beber café, debido a su hígado enfermo, pero los aromas no le hacían ningún daño y la memoria, menos.

Su departamento estaba lleno de libros, como se espera de alguien para quién la literatura, más que escribir, se trata de leer. Había sobre todo libros de Borges, respetados incluso por sus pequeños hijos, más interesados (Lautaro) en los video juegos o (Alexandra) en sus propios libros.

El café y los cigarros, que compartí con Carolina, esposa de Roberto, llevaron de inmediato la conversación al lugar que teníamos en común: México estaba siempre en sus recuerdos.

Vivió en la colonia Juárez a los 15 años, junto a su madre y su hermana. Hizo entrañables amigos, pero Mario Santiago “Papasquiaro” fue de los más queridos. Fundó con ellos un movimiento contra la cultura oficial, al que llamó “Infrarrealismo”, y juntos gustaban de leer y comentar poesía, armar juergas y, en alguna ocasión, terminar la fiesta haciendo un escándalo en donde apareciera el aristocrático Octavio Paz.

Los infrarrealistas habían cometido el pecado de meterse con una de las glorias nacionales de la poesía y el precio que pagaron fue el veto en todas las publicaciones y espacios culturales de México.

Con todo y eso, Bolaño auguraba que ellos escribirían la literatura clásica de su tiempo: “Los infrarrealistas somos soles negros, de esos que no se ven pero que atraen la luz, materia condensada a tal grado que hace caer a la energía por su peso”. Lo cierto es que cuando él se fue de México, los soles negros dejaron de atraer luz y se hundieron en la oscuridad de la que salieron en dos ocasiones a la luz mediática: cuando murieron Mario Santiago (1997) y el propio Roberto (2003).

En esos años Bolaño era un poeta que iba en contra de la cultura establecida y por ello, oficialmente no era más que un revoltoso. Sin embargo, el camino que lo llevó al reconocimiento internacional (un mérito que para él sólo valía si aportaba algo al fondo de su cuenta corriente), fue el de la narrativa.

Cuentan quienes lo conocieron en aquellos años, que se fue de México harto del acoso policial. Un dato curioso: No era buscado por los libros que se robaba de las librerías del centro histórico, pues aunque alguna vez lo atraparon en la sólo le quitaron el objeto del hurto y lo pusieran en la calle.

La razón del hostigamiento era que el novio de su hermana había cometido un delito mayor y, suponiendo que la familia Bolaño estaría enterada de su paradero, insistían especialmente en buscar a Roberto hasta que fue agobiante y decidió irse del país.

Nosotros preferimos no preguntar nada de eso. Hablamos de su preferencia por las rubias sobre las morenas, de la novia mexicana (y morena) que le hizo ver su suerte, de escritores mexicanos a quiénes admiraba o simplemente conocía, de sus tardes en el Café La Habana, de su antipatía por Octavio Paz, etcétera.

Cuando terminamos con dos botellas de vino y varios panes con tomate, le pregunté si volvería a México al menos de visita y dijo que preferiría no hacerlo, pero aún así, se notaba emocionado por charlar de sus tiempos acá. Lo preguntaba todo. Quién gobernaba, cómo estaba ahora el barrio de Tepito y sobre todo, si había nueva información acerca de los asesinatos de mujeres en Juárez.

Acerca de esto, habló entusiasmado de un libro que preparaba en ese momento, que ya estaba cerca de las mil páginas. En uno de los capítulos había capturado a mi amigo como personaje, justamente en el que aborda el tema de Juárez.

Ya queríamos leerlo. Picó nuestra curiosidad con tantos planes sobre si sería un solo libro, o dos, o si lo dividiría en cuatro partes, y hacíamos cálculos sobre la fecha de su publicación cuando Roberto lo terminara. Finalmente, cuando ya nosotros no estábamos ahí, decidió que sería un libro en cinco partes que podrían leerse de manera independiente, pero la quinta se quedó en la fase de redacción y a Roberto no lo volvimos a ver nunca. Murió ocho meses después de este encuentro, el 14 de julio de 2003.

“2666”, título del libro que escribía cuando hablamos de él, llegó a las mil ciento veintiocho páginas y fue publicado por Anagrama seis meses después del deceso.

Nuestra despedida fue a través de un homenaje que hicimos en Bellas Artes con el pretexto del lanzamiento de “El gaucho insufrible”, que estaba preparándose antes de su ingreso al Hospital Valle de Hebrón.

Invitamos a conocidos de Bolaño y a lectores de su obra. Nos dieron un salón pequeño para la presentación, de modo que desde la mesa de los comentaristas se podía reconocer el rostro de cada asistente, excepto el de algunas personas que llegaron tarde, con caras melancólicas y aspecto hippie. Todos ellos entrados en los cuarenta y algo más.

Durante el brindis de honor con tintes de velorio, los “fantasmas” tocaban canciones tristes y rasgaban una guitarra. Los organizadores seguíamos sin enterarnos quiénes eran aquellos melancólicos, hasta que se agotó el vino y la gente empezó a despedirse. Antes de salir, uno de ellos se acercó para obsequiarme un ejemplar de “La zorra vuelve al gallinero” una revista que fundó Roberto con su grupo de poetas políticamente incorrectos. Eran los infrarrealistas, que a su manera, también habían venido a despedirse.
Publicado por Leonardo


Paola Tinoco