14.5.12

Las últimas horas de Virginia Woolf

El gran público asociará a Virginia Woolf con la Nicole Kidman caracterizada con nariz prominente que aparece en el film “Las horas”, basada en la novela homónima del narrador estadounidense Michael Cunningham. En aquella cinta, en la que se combinaban tres historias de mujeres de diferentes épocas con trasfondo suicida, podía verse a la escritora Virginia Stephen –su apellido de soltera– escribiendo «Mrs. Dalloway», hablando con su marido y editor, el circunspecto y atento Leonard Woolf, y al fin metiéndose el 28 de marzo de 1941 en el río Ouse con una piedra en el bolsillo de su vestido, a los 59 años. Antes había redactado dos cartas, una para su hermana Vanessa y otra para su esposo en la que decía: «Estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. Creo que no puedo superar otra de aquellas terribles temporadas. No voy a curarme en esta ocasión... estoy haciendo lo que me parece mejor... No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo».
Ahora el lector tiene la oportunidad de conocer este dramático final entre Leonard y Virginia Woolf con “La muerte de Virgina” (Lumen), que, como apuntan los editores, corresponde al quinto y último volumen de la autobiografía del que fuera fundador de la editorial Hogarth Press (el capítulo 2 está dedicado a los libros que editaron); el título original es “The Journey Not the Arrival Matters”, y comprende los años 1939-1969, muy duros. No en balde, el escritor y también político (militó en el partido laborista británico) aborda al comienzo “lo que es la guerra: los horrores de la muerte y la destrucción, las heridas, el dolor, el luto y la brutalidad”; para él, la Europa de los años treinta es más bárbara que la de 1914-19 por culpa del comunismo ruso y el hitlerismo. Leonard cuenta que la Segunda Guerra Mundial llegó para él en forma de dos aviones nazis y cómo tal cosa se convirtió en una presencia tan rutinaria que ni le infundía miedo.

Por su parte, Virginia ocupaba su tiempo “trabajando mucho”, escribiendo su obra “Entre actos” y la biografía del pintor Roger Fry, que la agotó en demasía por su enorme grado de perfeccionismo, pues la llevaba a rescribir cada página una y otra vez. “Era una intelectual en todos los sentidos de la palabra”, dice el autor de “Las vírgenes sabias” (1914), donde recreó de forma medio real medio ficticia sus relaciones con Virginia y sus hermanas y el ambiente del famoso grupo de Bloomsbury, estandarte de las libertades sexuales y morales de la época. Leonard profesó a su mujer una admiración incondicional, y siguió día a día su entrega desmesurada a la literatura, a novelas como «La señora Dalloway», «Al faro» y «Orlando», hasta que llegó el periodo fatídico: desde que entregó su libro sobre Fry en mayo de 1940 hasta su suicidio trescientos diecinueve días después, “los más terribles y angustiosos de mi vida”.
Leonard cuenta que Virginia perdió el control sobre su estado mental en esas últimas semanas, cuando la depresión y la desesperación la asolaron en un momento, paradójicamente, en que “disfrutaba de más paz de espíritu de lo habitual” y se sentía muy segura de su escritura: “Nunca he escrito mejor”, dijo en su diario en octubre de 1940, y un mes más tarde se atrevía a afirmar: “Soy muy feliz”. Y sin embargo, su destino era irremediablemente mortuorio; los síntomas de un grave trastorno mental –“Fue un ataque inesperado y duró diez o doce días”– aparecerían en enero del año siguiente, pero ella, pasado ese tiempo, no recordaría por qué había llegado a deprimirse tanto. En todo caso, Leonard tenía muy claro el problema de fondo de su mujer: “Creo que la muerte, la contemplación de la muerte, siempre estuvo a flor de piel en la imaginación de Virginia. Formaba parte del profundo desequilibrio de su mente”.
Aparte de estas referencias a la demencia de la autora de “Una habitación propia”, lo interesante es que el autor va desgranando la vida cotidiana de la pareja aquel año, el hundimiento de su mundo rodeado de bombas que inhabilitaron su editorial, ayudándose del diario de la propia escritora. En él, vio a posteriori alguna entrada que apuntaba cierto desequilibrio y se lamenta de no haber tenido “ningún presentimiento” sobre lo que iba a ocurrir. Con todo, Virginia solo tenía una oportunidad de salvarse: “Que se rindiera y admitiera que estaba enferma, pero se negaba a hacerlo”.
Eso es algo que acabaría aceptando en sus lúcidas notas de suicidio y que su abnegado marido, en traducción de Miguel Temprano, reproduce por entero. “Ahora estoy segura de que estoy enloqueciendo de nuevo. (…) He luchado, pero ya no puedo más”, deja dicho a su hermana; “Solo quiero añadir que hasta que llegó esta enfermedad fuimos totalmente felices. Y todo fue gracias a ti”, le escribe a Leonard, que reconoce haberse quedado “inerte y anestesiado” los días siguientes; hasta que reunió fuerzas, muchos años más tarde, para escribir estos recuerdos de tal vez la escritora contemporánea más interesante, por su vida, obra y muerte.

Publicado en La Razón, 19-III-2012
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