En la antevíspera de la Navidad de 2006,
Aurora Bernárdez, viuda de Julio Cortázar, charlaba en su casa de París
con el escritor y crítico Carles Álvarez Garriga. En un momento de la
conversación, ella extrajo de una vieja cómoda un puñado de manuscritos y
textos mecanografiados. “¿Has leído alguna vez esto?”, le preguntó.
Aquellas páginas resultaron ser inéditas. Los textos encontrados, junto
con otros muchos que habían visto la luz de forma muy dispersa, integran
ahora el libro ‘Papeles inesperados’ que la editorial Alfaguara
difundirá en España la próxima semana. Reproducimos uno de los relatos
incluidos en ese volumen, así como tres historias recuperadas de
cronopio.
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JULIO CORTAZAR
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JULIO CORTAZAR
Llegaré a Estambul a las ocho y media de
la noche. El concierto de Nathan Milstein comienza a las nueve, pero no
será necesario que asista a la primera parte; entraré al final del
intervalo, después de darme un baño y comer un bocado en el Hilton. Para
ir matando el tiempo me divierte recordar todo lo que hay detrás de
este viaje, detrás de todos los viajes de los dos últimos años. No es la
primera vez que pongo por escrito estos recuerdos, pero siempre tengo
buen cuidado de romper los papeles al llegar a destino. Me complace
releer una y otra vez mi maravillosa historia, aunque luego prefiera
borrar sus huellas. Hoy el viaje me parece interminable, las revistas
son aburridas, la hostess tiene cara de tonta, no se puede siquiera
invitar a otro pasajero a jugar a las cartas. Escribamos, entonces, para
aislarnos del rugido de las turbinas. Ahora que lo pienso, también me
aburría mucho la noche en que se me ocurrió entrar al concierto de
Ruggiero Ricci. Yo, que no puedo aguantar a Paganini. Pero me aburría
tanto que entré y me senté en una localidad barata que sobraba por
milagro, ya que la gente adora a Paganini y además hay que escuchar a
Ricci cuando toca los Caprichos. Era un concierto excelente y me asombró
la técnica de Ricci, su manera inconcebible de transformar el violín en
una especie de pájaro de fuego, de cohete sideral, de kermesse
enloquecida. Me acuerdo muy bien del momento: la gente se había quedado
como paralizada con el remate esplendoroso de uno de los caprichos, y
Ricci, casi sin solución de continuidad, atacaba el siguiente. Entonces
yo pensé en mi tía, por una de esas absurdas distracciones que nos
atacan en lo más hondo de la atención, y en ese mismo instante saltó la
segunda cuerda del violín.
Cosa muy desagradable, porque Ricci tuvo que
saludar, salir del escenario y regresar con cara de pocos amigos,
mientras en el público se perdía esa tensión que todo intérprete conjura
y aprovecha. El pianista atacó su parte, y Ricci volvió a tocar el
capricho. Pero a mí me había quedado una sensación confusa y obstinada a
la vez, una especie de problema no resuelto, de elementos disociados
que buscaban concatenarse. Distraído, incapaz de volver a entrar en la
música, analicé lo sucedido hasta el momento en que había empezado a
desasosegarme, y concluí que la culpa parecía ser de mi tía, de que yo
hubiera pensado en mi tía en mitad de un capricho de Paganini. En ese
mismo instante se cayó la tapa del piano, con un estruendo que provocó
el horror de la sala y la total dislocación del concierto. Salí a la
calle muy perturbado y me fui a tomar un café, pensando que no tenía
suerte cuando se me ocurría divertirme un poco.
Debo ser muy ingenuo, pero ahora sé que
hasta la ingenuidad puede tener su recompensa. Consultando las
carteleras averigüé que Ruggiero Ricci continuaba su tournée en Lyon.
Haciendo un sacrificio me instalé en la segunda clase de un tren que
olía a moho, no sin dar parte de enfermo en el instituto médico-legal
donde trabajaba. En Lyon compré la localidad más barata del teatro,
después de comer un mal bocado en la estación, y por las dudas, por
Ricci sobre todo, no entré hasta último momento, es decir hasta
Paganini. Mis intenciones eran puramente científicas (¿pero es la
verdad, no estaba ya trazado el plan en alguna parte?) y como no quería
perjudicar al artista, esperé una breve pausa entre dos caprichos pera
pensar en mi tía. Casi sin creerlo vi que Ricci examinaba atentamente el
arco del violín, se inclinaba con un ademán de excusa, y salía del
escenario. Abandoné inmediatamente la sala, temeroso de que me resultara
imposible dejar de acordarme otra vez de mi tía. Desde el hotel, esa
misma noche, escribí el primero de los mensajes anónimos que algunos
concertistas famosos dieron en llamar las cartas negras. Por supuesto
Ricci no me contestó, pero mi carta preveía no sólo la carcajada burlona
del destinatario sino su propio final en el cesto de los papeles. En el
concierto siguiente -era en Grenoble- calculé exactamente el momento de
entrar en la sala, y a mitad del segundo movimiento de una sonata de
Schumann pensé en mi tía. Las luces de la sala se apagaron, hubo una
confusión considerable y Ricci, un poco pálido, debió acordarse de
cierto pasaje de mi carta antes de volver a tocar; no sé si la sonata
valía la pena, porque yo iba ya camino del hotel.
Su secretario me recibió dos días
después, y como no desprecio a nadie acepté una pequeña demostración en
privado, no sin dejar en claro que las condiciones especiales de la
prueba podían influir en el resultado. Como Ricci se negaba a verme,
cosa que no dejé de agradecerle, se convino en que permanecería en su
habitación del hotel, y que yo me instalaría en la antecámara, junto al
secretario. Disimulando la ansiedad de todo novicio, me senté en un sofá
y escuché un rato. Después toqué el hombro del secretario y pensé en mi
tía. En la estancia contigua se oyó una maldición en excelente
norteamericano, y tuve el tiempo preciso de salir por una puerta antes
de que una tromba humana entrara por la otra armada de un Stradivarius
del que colgaba una cuerda.
Quedamos en que serían mil dólares
mensuales, que se depositarían en una discreta cuenta de banco que tenía
la intención de abrir con el producto de la primera entrega. El
secretario, que me llevó el dinero al hotel, no disimuló que haría todo
lo posible por contrarrestar lo que calificó de odiosa maquinación. Opté
por el silencio y por guardarme el dinero, y esperé la segunda entrega.
Cuando pasaron dos meses sin que el banco me notificara del depósito,
tomé el avión para Casablanca a pesar de que el viaje me costaba gran
parte de la primera entrega. Creo que esa noche mi triunfo quedó
definitivamente certificado, porque mi carta al secretario contenía las
precisiones suficientes y nadie es tan tonto en este mundo. Pude volver a
París y dedicarme concienzudamente a Isaac Stern, que iniciaba su
tournée francesa. Al mes siguiente fui a Londres y tuve una entrevista
con el empresario de Nathan Milstein y otra con el secretario de Arthur
Grumiaux. El dinero me permitía perfeccionar mi técnica, y los aviones,
esos violines del espacio, me hacían ahorrar mucho tiempo; en menos de
seis meses se sumaron a mi lista Zino Francescatti, Yehudi Menuhin,
Ricardo Odnoposoff, Christian Ferras, Ivry Gitlis y Jascha Heifetz.
Fracasé parcialmente con Leonid Kogan y con los dos Oistrakh, pues me
demostraron que sólo estaban en condiciones de pagar en rublos, pero por
la dudas quedamos en que me depositarían las cuotas en Moscú y me
enviarían los debidos comprobantes. No pierdo la esperanza, si los
negocios me lo permiten, de afincarme por un tiempo en la Unión
Soviética y apreciar las bellezas de su música.
Como es natural, teniendo en cuenta que
el número de violinistas famosos es muy limitado, hice algunos
experimentos colaterales. El violoncelo respondió de inmediato al
recuerdo de mi tía, pero el piano, el arpa y la guitarra se mostraron
indiferentes. Tuve que dedicarme exclusivamente a los arcos, y empecé mi
nuevo sector de clientes con Gregor Piatigorsky, Gaspar Cassadó y
Pierre Michelin. Después de ajustar mi trato con Pierre Fournier, hice
un viaje de descanso al festival de Prades donde tuve una conversación
muy poco agradable con Pablo Casals. Siempre he respetado la vejez, pero
me pareció penoso que el venerable maestro catalán insistiera en una
rebaja del veinte por ciento o, en el peor de los casos, del quince. Le
acordé un diez por ciento a cambio de su palabra de honor de que no
mencionaría la rebaja a ningún colega, pero fui mal recompensado porque
el maestro empezó por no dar conciertos durante seis meses, y como era
previsible no pagó ni un centavo. Tuve que tomar otro avión, ir a otro
festival. El maestro pagó. Esas cosas me disgustaban mucho.
En realidad yo debería consagrarme ya al
descanso puesto que mi cuenta de banco crece a razón de 17.900 dólares
mensuales, pero la mala fe de mis clientes es infinita. Tan pronto se
han alejado a más de dos mil kilómetros de París, donde saben que tengo
mi centro de operaciones, dejan de enviarme la suma convenida. Para
gentes que ganan tanto dinero hay que convenir en que es vergonzoso,
pero nunca he perdido tiempo en recriminaciones de orden moral. Los
Boeing se han hecho para otra cosa, y tengo buen cuidado de refrescar
personalmente la memoria de los refractarios. Estoy seguro de que
Heifetz, por ejemplo, ha de tener muy presente cierta noche en el teatro
de Tel Aviv, y que Francescatti no se consuela del final de su último
concierto en Buenos Aires. Por su parte, sé que hacen todo lo posible
por liberarse de sus obligaciones, y nunca me he reído tanto como al
enterarme del consejo de guerra que celebraron el año pasado en Los
Ángeles, so pretexto de la descabellada invitación de una heredera
californiana atacada de melomanía megalómana. Los resultados fueron
irrisorios pero inmediatos: la policía me interrogó en París sin mayor
convicción. Reconocí mi calidad de aficionado, mi predilección por los
instrumentos de arco, y la admiración hacia los grandes virtuosos que me
mueve a recorrer el mundo para asistir a sus conciertos. Acabaron por
dejarme tranquilo, aconsejándome en bien de mi salud que cambiara de
diversiones; prometí hacerlo, y días después envié una nueva carta a mis
clientes felicitándolos por su astucia y aconsejándoles el pago puntual
de sus obligaciones. Ya por ese entonces había comprado una casa de
campo en Andorra, y cuando un agente desconocido hizo volar mi
departamento de París con una carga de plástico, lo celebré asistiendo a
un brillante concierto de Isaac Stern en Bruselas -malogrado
ligeramente hacia el final- y enviándole unas pocas líneas a la mañana
siguiente. Como era previsible, Stern hizo circular mi carta entre el
resto de la clientela, y me es grato reconocer que en el curso del
último año casi todos ellos han cumplido como caballeros, incluso en lo
que se refiere a la indemnización que exigí por daños de guerra.
A pesar de las molestias que me ocasionan
los recalcitrantes, debo admitir que soy feliz; incluso su rebeldía
ocasional me permite ir conociendo el mundo, y siempre le estaré
agradecido a Menuhin por un atardecer maravilloso en la bahía de Sydney.
Creo que hasta mis fracasos me han ayudado a ser dichoso, pues si
hubiera podido sumar entre mis clientes a los pianistas, que son legión,
ya no habría tenido un minuto de descanso. Pero he dicho que fracasé
con ellos y también con los directores de orquesta. Hace unas semanas,
en mi finca de Andorra, me entretuve en hacer una serie de experimentos
con el recuerdo de mi tía, y confirmé que su poder sólo se ejerce en
aquellas cosas que guardan alguna analogía -por absurda que parezca- con
los violines. Si pienso en mi tía mientras estoy mirando volar a una
golondrina, es fatal que ésta gire en redondo, pierda por un instante el
rumbo, y lo recobre después de un esfuerzo. También pensé en mi tía
mientras un artista trazaba rápidamente un croquis en la plaza del
pueblo, con líricos vaivenes de la mano. La carbonilla se le hizo polvo
entre los dedos, y me costó disimular la risa ante su cara estupefacta.
Pero más allá de esas secretas afinidades… En fin, es así. Y nada que
hacer con los pianos.
Ventajas del narcisismo: acaban de
anunciar que llegaremos dentro de un cuarto de hora, y al final resulta
que lo he pasado muy bien escribiendo estas páginas que destruiré como
siempre antes del aterrizaje. Lamento tener que mostrarme tan severo con
Milstein, que es un artista admirable, pero esta vez se requiere un
escarmiento que siembre el espanto entre la clientela. Siempre sospeché
que Milstein me creía un estafador, y que mi poder no era para él otra
cosa que el efímero resultado de la sugestión. Me consta que ha tratado
de convencer a Grumiaux y a otros de que se rebelen abiertamente. En el
fondo proceden como niños, y hay que tratarlos de la misma manera, pero
esta vez la corrección será ejemplar. Estoy dispuesto a estropearle el
concierto a Milstein desde el comienzo; los otros se enterarán con la
mezcla de alegría y de horror propia de su gremio, y pondrán el violín
en remojo por así decirlo.
Ya estamos llegando, el avión inicia su
descenso. Desde la cabina de comando debe ser impresionante ver cómo la
tierra parece enderezarse amenazadoramente Me imagino que a pesar de su
experiencia, el piloto debe estar un poco crispado, con las manos
aferradas al timón. Sí, era un sombrero rosa con volados, a mi tía le
quedaba.
Artículo publicado en el Diario “El País” el 24 de mayo de 2009