Para Caballero Bonald, el poema es un artefacto autónomo que crece según sus propias leyes (o sus propios caprichos), y por ello mismo se distancia de la obviedad figurativa y de las experiencias biográficas que están en su arranque. Concebida como un ejercicio crítico y contestatario a partir de la memoria, la poesía recoge el recuelo desengañado de la existencia: materia deleznable al fin, cuyo destino más elevado es ser rescatada por la evocación y fosilizada por la escritura.
José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) nació en el seno de una familia de padre cubano (hijo de criolla y de cántabro) y madre andaluza de procedencia francesa (descendiente del vizconde de Bonald, pensador católico y antirrevolucionario). Estudió Náutica en Cádiz, y Filosofía y Letras en Sevilla y en Madrid. Fue secretario y subdirector de Papeles de Son Armadans, revista dirigida desde Palma de Mallorca por Camilo José Cela, con quien colaboró algunos años. Más tarde ejerció como profesor universitario de literatura en Bogotá, y, de regreso a España, trabajó en diversos proyectos editoriales y en el Instituto de Lexicografía de la RAE.
Vinculado en sus orígenes literarios a grupos poéticos gaditanos y, más ampliamente, andaluces, su primer libro es Las adivinaciones (1952; accésit del premio Adonais), al que siguieron Memorias de poco tiempo (1954), Anteo (1956) y Las horas muertas (1959; premio Boscán y de la Crítica). Desde sus primeros títulos se aprecia en Caballero Bonald la aleación entre testimonialismo social, contiguo en ciertos rasgos temáticos al realismo dialéctico, y rememoración temporalista, que lo acerca a la poesía elegíaca de larga tradición, aunque sin dejarse absorber por la habitual melancolía retrospectiva y sin renunciar a la impronta crítica. Todo ello se canaliza en un lenguaje exigente, que nunca cede a las facilidades de la literatura como documento, propaganda o proclama, ni a una moral revolucionaria prescriptiva. Así, supo salir airoso de su aportación más evidente a la lírica comprometida (Pliegos de cordel, 1963), en un momento de decadencia de la poesía social, en que sus compañeros cercanos al socialrealismo se apartaban de dicha estética, en pos de caminos más personalizados.
Para entonces, ya había iniciado su carrera de novelista con Dos días de setiembre (1962; premio Biblioteca Breve), fecundamente continuada por Ágata ojo de gato (1974; premio Barral, al que renuncia, y de la Crítica), Toda la noche oyeron pasar pájaros (1981), En la casa del padre (1988) y Campo de Agramante (1992). Es también un excelente memorialista, tarea de la que ha dado testimonio en Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001).
Su primera plenitud como poeta la consiguió en Descrédito del héroe (1977; Premio de la Crítica), al que siguieron las espléndidas estampas en prosa de Laberinto de Fortuna (1984). Tras largos años de silencio poético, el poeta volvió por sus fueros en Diario de Argónida (1997), que presentaba sucintamente la historia de un hombre a través del filtro de la memoria, bajo la cúpula del paraíso que para el poeta supone el Coto de Doñana. En la línea del anterior, Manual de infractores (2005) es un tratado sobre la insurgencia frente a la iniquidad y la injusticia, donde el autor pasa revista a los grandes temas de su universo lírico.
Además de varios volúmenes antológicos, hay tres recopilaciones de sus poesías completas: Vivir para contarlo (1969), Poesía, 1951-1977 (1979) y Somos el tiempo que nos queda (2003). Todo ello le ha hecho acreedor a diversos premios a la totalidad de su obra, entre los que destacan el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2004) y el Premio Nacional de las Letras Españolas (2005). La consideración conjunta de su lírica, bien sea con carácter totalizante en sus obras completas, bien con carácter selectivo en sus antologías, permite apreciar esta escritura como un edificio en construcción y revisión permanentes, lo que afecta tanto a la textualidad de los poemas como a su ubicación en los diferentes libros. Estos cambios son inherentes al sistema poético del autor, y denotan un perfeccionismo de estirpe juanramoniana, pero también el progresivo distanciamiento del poema respecto de las experiencias biográficas que están en su arranque. En las fases últimas de este proceso metamórfico, los poemas, tocados a menudo por un cierto aire visionario, sobrevuelan el detalle referencial y terminan convertidos en artefactos verbales con un funcionamiento autónomo, lo que hace difícilmente reconocible la realidad de la que provienen. Nadie ha expresado esta idea mejor que él mismo en su libro memorialístico La costumbre de vivir, cuando, a propósito de Gil de Biedma, se muestra contrario a la excesiva explicitud de los poemas, que obstruye la posibilidad de otros significados, y desdeñoso de una poesía que se agota en sus mecanismos sintácticos y léxicos; y concluye: «Siempre acaba defraudándome esa poesía inscrita sin mayores riesgos en su esfera semántica, nunca ramificada conforme lo van sugiriendo sus significantes insólitos, limitándose así a un seco y cerrado conducto descriptivo».
Con la evolución de su obra y la consolidación de su universo temático, algunos motivos se mantienen, como la crítica a la opresión social, en tanto que otros, como la rememoración del tiempo pasado -frecuentemente el de la infancia-, intensifican las marcas que hicieron imposible la plenitud, o se dejan ganar por una desilusión barroca fruto del contraste entre los ambiciosos proyectos y los decepcionantes resultados. Concebida como un ejercicio crítico a partir de la memoria, su poesía recoge el recuelo desengañado de la existencia: materia deleznable al fin, cuyo destino más elevado es ser rescatada por la evocación y fosilizada por la escritura.